Ideas y datos: un divorcio dramático.
Ideas y datos: un divorcio dramático.

Las ideas sirven para comprender y explicar la realidad. Los datos nos son útiles para descartar o confirmar las ideas. Sin datos las ideas pueden ser mera ilusiones. Sin ideas los datos son ciegos. Un mundo sin ideas es un mundo invadido por la oscuridad más profunda pero un mundo sin datos es un mundo de idiotas. ¿Estamos condenados a vivir en la oscuridad o en la idiotez? Evidentemente no, la vida cotidiana seria imposible un solo minuto si nos faltaran las ideas o los datos.

El problema actual no reside en el uso practico de datos e ideas. A nadie en su sano juicio se le ocurre separar las ideas y sobre cómo funciona la lavadora o el termómetro de los datos sobre la temperatura, el grado de calor o el temporizador. El problema obviamente es otro; la progresiva expansión de una ideología que divorcia las ideas de los datos en la comprensión de los fenómenos complejos como son los hechos sociales o materiales. De este tipo de compresión depende nuestra visión del mundo, Welstanschauugg, y eso puede tener, ya lo está teniendo, graves repercusiones en la vida social y política.

En el fondo es una nueva forma de idealismo que se reviste de un nuevo ropaje digital y que se expresa de una forma paradójica y extraña: el negacionismo conspiranoico. El juego no consiste ya en negar los datos en favor de las ideas como en la teología o el idealismo sino en desplegar tres operaciones diabólicas:

  1. Anular la conexión entre ideas y datos por saturación de series de datos inconexos, abstractos y ciegos que se contradicen entre sí. 
  2. Reducir la ciencia a su versión más fría: la mostración de datos.
  3. Agotar al cerebro social sometiéndolo a un estrés brutal de incertidumbre  e incomprensión frustrante.

El negacionismo es el resultado más consolador de esta operación de  producción  industrial de caos cognitivo. Hartos de las montañas de datos que dicen lo uno y lo otro, lo otro y lo contrario aparece la duda, no como el momento analítico previo a la demostración, sino como un estresante  estado permanente de incertidumbre paralizante. Frente a la tempestad del mar de los datos, supuestamente científicos, se opone la placidez de la negación de la duda. Pues esta duda no es la duda metódica del cartesianismo, como ya hemos dicho, sino la duda neurótica del obsesivo compulsivo. La compulsión a la repetición y la negación son dos rituales tranquilizantes ante una situación de incertidumbre radical y estática.

Las reglas de inferencia del negacionismo son pocas y simples, otra virtud que explica la rápida expansión en contraste con la complejidad del discurso racionalista y científico. Estas reglas de inferencia se pueden resumir en tres:

  1. Cuanto más consenso racional y científico concite una teoría más sospechosa es de ser falsa o engañosa.
  2. Cuanto más contradiga las evidencias racionales y empíricas más creíble es cualquier teoría.
  3. La verdad, si existe, solo pueda estar en modo oculto.

Aunque pueda parecer paradójico el negacioncita está demandado aquello que niega: certeza, verdad, es un hambriento de realidad.  Puesto que lo que parece ser cierto no lo es debe haber alguna explicación oculta que sí lo sea: un orden subterráneo al mundo visible. Así se abona el terreno para la lógica conspiracionista. La verdad no está ahí fuera, como repetían los detectives de Expediente X (biblia televisiva de los conspiranoicos), sino ahí debajo, oculta. ¿Quién la ha ocultado? “Los poderosos”, un significante vacío para que realmente los poderosos lo rellenen con el chivo expiatorio de turno (los judíos, los emigrantes, los musulmanes, los catalanes, las feministas).

Oreskes y Comway han demostrado que fue precisamente desde la misma sala de máquinas de los datos, la estadística, que un grupo de científicos mercenarios al servicio de la industria del tabaco primero, y después de todos aquellos que estuvieran dispuestos a pagar bien por retorcer los datos, como se inauguró una imponente industria cultural que tenía como principal producto la duda. Estos “mercaderes de la duda” como los llamaron Oreskes y Comway, fueron en realidad también también los profetas de la duda que anticiparon una nueva ideología de la sombras, a partir de instrumentos intelectuales que provienen paradójicamente de la cultura ilustrada de las luces. Estos profetas ya no anunciaban ninguna “buena nueva”, estos mercaderes ya no vendían ninguna nueva cosa sino la negación de las cosas, la pura nada, como en esas bebidas light donde la publicidad nos trata de convencer de la bondades del producto no por lo que tiene sino por lo que no tiene (calorías, azucares, grasas).

El dominio absoluto del capital financiero no es ajeno a esta atmósfera cultural nihilista donde la duda obsesiva se inserta, y donde florece el negacionismo como religión popular. Cuando el valor de los valores (el dinero) no es nada, solo una ficción falsa -aquí debemos advertir de lo extremadamente insólito que es encontrar una ficción falsa-, la puesta en cuestión de todo se convierte en la engañosa condición de posibilidad de que haya algo en vez de no haber nada, como en el famoso interrogante de Leibniz. Aquello que anunciaba Nietzsche en el discurso del loco ya ha llegado y es hoy el alarido que recorren las redes sociales: la muerte de dios no iba a salir gratis. La era de la postverdad es la era en que ya hemos tomado plena consciencia de ese crimen fundamental y horrendo.

Puesto que nos hemos quedado sin el gran fundamento ya no hay fundamento, nos dijo Heidegger. Puesto que no hay dios todo está permitido, como nos dijo Dostoyevski. Este es el programa oculto, principalmente ignorado para ellos mismos, de los negacionistas. Pero es exactamente lo contrario, ahora es cuando hay mas fundamentos que nunca y ahora es cuando no todo nos está permitido. La fase terminal del idealismo es el nihilismo

Al negacionismo le ocurre lo mismo que Marx decía de la religión (“…el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, el espíritu de una situación carente de espíritu”); es al mismo tiempo, la ideología de un mundo sin ideología y el grito desesperado por la incertidumbre neurótica. Lo que menos necesitan los negacionistas es que se les convenza, necesitan que se les cure. Pero la cura no es clínica sino crítica, es decir política: no necesita que se reconstruya ninguna certeza absoluta, que siempre fue coartada para la desigualdad. Solo un nuevo naturalismo crítico y no ningún dios como decía Heidegger, completará el programa inacabado y pervertido de la ilustración: ¡¡Sapere aude¡¡

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