Arqueólogos en una imagen de archivo. E. ESCORIZA.
Arqueólogos en una imagen de archivo. E. ESCORIZA.

Mi padre era un adolescente cuando fue llamado al frente por el bando nacional, a una guerra donde nunca supo por lo que luchaba. Esa experiencia le marcó su carácter toda la vida, pero a mis hermanos y a mí si nos habló de ella fue de adultos, para contarnos historias con la que hacernos sonreír.

Mi padre que era un hombre bueno que huía de las discusiones y los conflictos, no mató a nadie. Provenía de una familia acomodada de marinos mercantes, y fue un hombre amable hasta el último día. Mi padre que tuvo la educación religiosa y patriarcal de la época, no era muy hablador, amaba a mi madre, y no solía hablar de sus  sentimientos. A mi padre todos le respetaban.

El fallecimiento de mi abuelo, y ser el mayor de cinco hermanos y hermanas anticipó en él esa misión no escrita para los hombres, de ser el cabeza de familia. Mi madre lo supo bien durante los once largos años de noviazgo en los que tuvo que aplazar su matrimonio, hasta que la más pequeña de las hermanas se casó. Ese marcado sentido de la responsabilidad le acompaño hasta el final.

Mi padre que no era de derechas ni de izquierdas, porque esas cosas no existían, era un hombre de orden y de bien, y en mi casa la política no existió hasta que mi hermano fue delegado de sexto de bachiller. Entonces llegaron las detenciones, los problemas, y un mundo nuevo se abrió ante nuestros ojos.

Mi madre que era una mujer de origen humilde, hermosa, fuerte, y repleta de vida tenía la conciencia de clase que quizás a él le faltó, y de tarde en tarde nos contaba historias de la tapia del cementerio, de casa Cornelio, y de un falangista que ella conocía, que paso por su calle gritando, disfrazado de rojo junto a otros más, y una lata de gasolina para quemar la iglesia, mientras ella, que solo era una niña asustada, los observaba tirada en la azotea de su casa.

Mi padre fue un hombre machista como lo fueron todos los hombres de su generación. La vida no les ofreció otra opción.

Mi padre y mi madre sabían a la perfección cual eran sus obligaciones. Recuerdo que en casa durante muchos en la librería del salón, había un libro de pastas duras que se titulaba “La perfecta casada”. Las normas estaban muy claras y las preocupaciones importantes, como para ocuparse de cuestionar la realidad. A mi padre no le gustaba que mi madre hiciese las cosas para las que él si estaba autorizado, y mi madre lo aceptaba con normalidad.

En mi casa existían silencios sobre los que no hablábamos. Los sentimientos y las emociones formaban parte de ese universo de ausencias. Después supe que lo que no se nombra no existe, y en mi infancia hubo cosas que no existieron.

Escribo ahora de mi padre, transcurridos casi quince años de su muerte para rendir homenaje a esa generación de hombres a los que el fascismo y el patriarcado les robaron su juventud, y el futuro. Defiendo a esos hombres y a su machismo, porque la lucha por la igualdad no está cimentada sobre reproches, ajustes, o cuentas pendientes que nunca existieron. Hombres que hicieron más de lo que pudieron, de ahí mi sincero agradecimiento.

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