Olivar en una imagen de archivo.
Olivar en una imagen de archivo.

De pequeña, cuando iba a Lora, un pueblecito olivarero cerca de Estepa (Sevilla) donde había nacido mi madre, visitábamos con frecuencia a unos familiares que tenían una tienda donde se vendía de todo, creo que la única que había entonces en la localidad. Con ocho o nueve años (años 60 del siglo pasado), ya me gustaba mucho leer y sentía una gran curiosidad por todo. En particular me encantaban los “soberaos”, una especie de desvanes donde había camas con colchones de paja, colgaban mazorcas y se guardaban arcones. Una vez el dueño de la casa me llevó al soberao y me enseñó con mucho misterio unos libros que él decía estaban prohibidos -algunos de Eliseo Reclús, he sabido después-, diciéndome que no se lo contara a nadie. Aquello se me quedó grabado.

Ese hombre era Juan Borrego Castillo, y su hija menor, Isabel Borrego Pérez, que ha heredado muchas de las virtudes de su padre, es la que me ha contado esta historia. También he podido consultar un dossier sobre él recogido por la familia en los archivos militares de la Plaza de España de Sevilla, con una serie de documentos no siempre ordenados y con letra legible. Así que haré un resumen sobre el calvario que Juan tuvo que soportar durante y después del golpe de estado.

Juan Borrego Castillo había nacido en 1906 en el Cortijillo (sus padres eran los caseros del cortijo, que todavía existe cerca de Lora). Pronto se fue a la Huerta de las Monjas, que estaba en la carretera vieja de Sevilla a Córdoba, para trabajar de jornalero. Tenía tres hermanos más y una gran inquietud intelectual: todo lo que sabía – aunque un maestro que iba por los cortijos le había enseñado a leer y a escribir- lo aprendió por su cuenta, y con la paguilla que sus padres le daban se compraba libros y más libros. La alfabetización no era nada frecuente en aquella época entre los trabajadores del campo, y de hecho en sus papeles judiciales se destaca este hecho como algo inusual.

Juan se afilió a la UGT, de la que fue secretario, aunque nunca perteneció a ningún partido. Sí desempeñó cargos en la Sociedad de Obreros Agricultores, creemos que en la llamada “El Progreso”, fundada en Málaga en 1930, que, entre otros fines, se proponía abrir escuelas, fundar Bibliotecas y dar conferencias educativas. Fue siempre de izquierdas, pero de espíritu conciliador y alejado de extremismos.

Así, cuando hubo una huelga en 1933 prometió a los dueños de las tierras que no sucedería nada que pudiera perjudicar sus intereses y, con ocasión de un temporal de lluvia, procuró que no se pudriera el grano que estaba en las eras. En la época de la recogida de las mieses, los poderosos tenían miedo de que los jornaleros se negaran a recogerlas y Juan los convencía de que había que hacerlo, porque era el sustento de todos.

En 1936 desempeñó el cargo de apoderado en las elecciones en las que triunfó el Frente Popular. Así que tuvo que huir cuando entraron los nacionales en el pueblo a raíz de la sublevación militar. Mientras estaba enristrando ajos llegó un vecino de derechas, pero que se llevaba bien con él, un tal Eloy, y le dijo a Leonardo, el padre de Juan, que estaban preguntando por sus hijos. Así que éstos dejaron los ajos y se escondieron por poco tiempo en unos maizales, escapando después por el campo. Las tropas de Franco saquearon la tienda de Carmela, la mujer de Juan.

Primero llegaron a Baeza. Nuestro fugitivo se inscribió en los regimientos republicanos uno y seis de caballería y marchó a Úbeda, donde estuvo cinco meses. Pasó después al frente de Guadalajara como delegado político, y allí estuvo otros ocho meses. Cuando se disolvió la unidad llegó hasta Alcalá de Henares, donde desempeñó el mismo cargo hasta que fue destinado al frente de Somosierra, ejerciendo allí como comisario político.

Pero las tropas sublevadas iban avanzando. Fue apresado en 1938 y sometido a consejo de guerra sumarísimo por el delito de auxilio a la rebelión, siendo sentenciado a una pena de 12 años de prisión. En junio de 1939 ingresa en la prisión provincial de Segovia donde estuvo al menos un par de años y donde se le vuelve a formar juicio alegando como delitos actividades del todo falsas.

Parece que allí estuvo dos veces a punto de ser fusilado, pero al menos una de ellas se libró de la muerte gracias a una persona de derechas que llamó a la cárcel diciendo que respondía por él. El 6 de julio pidieron informes, entre otros, al cura párroco de Lora, alcalde, Guardia Civil y jefe de Falange relativos a sus antecedentes político-sociales.

El jefe de Falange escribe una sarta de mentiras, diciendo entre otras lindezas que “su conducta política y social fue francamente mala, si bien trataba de aparecer como hombre ecuánime bajo una mal disimulada hipocresía”. El informe de la Guardia Civil decía que “durante los pocos meses que dominaron los marxistas en esta localidad, intervino el mentado sujeto -otras veces se le llama individuo- en la comisión que recogía las armas de fuego pertenecientes a personas de orden, si bien no hay noticias de que llegara a tomar parte en hechos delictivos”. El siempre negó este punto.

Por el contrario, el alcalde Eloy Muñoz, el vecino que había avisado a su padre, certifica, entre otras cosas, que “antes del Glorioso Movimiento Nacional observó buena conducta moral, pública y privada…y que no formó parte del comité revolucionario que hubo en Lora” -según su hija no hubo ninguno-

 Ya en julio de 1940, otros cuatro vecinos, considerados por el alcalde como personas solventes, dijeron que ignoraban a qué partido pertenecía y que a ellos no les había recogido ningún arma, e incluso algunos se atrevieron a hablar abiertamente a su favor.

A pesar de todo ello, en enero de 1941 se le condena “a una pena de reclusión temporal sin posibilidad de conmutación de pena” y es ingresado en la prisión provincial de Heliópolis, en Sevilla. Y ello a pesar de que en diciembre del mismo año 17 vecinos del pueblo, en un escrito encabezado por el párroco, se habían desdicho de muchas de las cosas declaradas en su contra, además de reafirmar su buena conducta y su trato de “sumo respeto y nobleza, por lo que siempre disfrutó de buenas amistades tanto entre personas de izquierdas como de derechas…”

En junio de 1942 es sometido de nuevo a un Consejo de Guerra, esta vez con abogado defensor. Se le condena a la pena de 12 años y un día de reclusión temporal. En teoría tenía que salir en junio de 1951, pero fue liberado antes, probablemente en 1943, no sabemos por qué -quizás porque las cárceles franquistas estaban superpobladas-. Juan contaba, en efecto, que en la prisión estaban amontonados y que se decía. “¿Quién me cambia una cáscara de plátano sin chupar por un hueso carnúo?”, lo que da idea del hambre que pasaban.

Después de la guerra, nunca quiso decir a sus hijos quiénes habían enviado los informes en su contra y no lo hizo hasta que le prometieron que harían lo mismo que él, no negarle el saludo a nadie. Pero la familia no estaba bien vista, y en el colegio a Isabel y sus hermanos, como hijos de represaliados, no se les miraba igual que a los demás.

Sin embargo, cuando murió Franco estuvieron a punto de ponerle una calle en el pueblo y a principios de 1990 recibió un millón como compensación por haber sido más de dos años preso de guerra. Murió en 1992, y tuvo un entierro civil, sin oficios religiosos, aunque está enterrado con los suyos en el cementerio del pueblo.

Uno de sus nietos fue durante cuatro años alcalde de la localidad por el PSOE, años durante los que hizo todo el bien que pudo a sus paisanos.

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