Puesto quemado en Miranda de Ebro.
Puesto quemado en Miranda de Ebro.

A veces parece que las noticias más terribles nos resbalan, que ya tenemos un callo emocional que nos protege. Pero hay casos que, aunque se intenten olvidar, se quedan grabados como un arañazo en la memoria. Esta semana, en Miranda de Ebro, hemos sabido de uno de esos sucesos que te dejan helada: tres menores detenidos por ataques de una brutalidad difícil de digerir. No hablo de una riña entre chavales ni de una gamberrada que se les va de las manos; hablo de la voluntad deliberada de causar daño, de humillar, de quemar.

El primero de los ataques se dirigió contra un hombre sin hogar que dormía en la estación de autobuses. La escena, según lo que ha trascendido, es de una frialdad que asusta: preparan un cartón con papeles y líquido inflamable, lo prenden y se lo lanzan encima mientras duerme. Y, como si no fuera suficiente, graban el momento, se ríen, se burlan. No consiguieron matarlo —de milagro—, pero la intención estaba ahí. Y esa intención es la que hiela la sangre.

Semanas después, en plenas fiestas, vuelven a la carga. Esta vez, el objetivo es un puesto ambulante regentado por una mujer de origen peruano. De nuevo fuego, de nuevo riesgo para la vida de personas inocentes. De nuevo, la cámara encendida para inmortalizar el momento y añadir un plus de desprecio con frases racistas. No hablamos de un impulso momentáneo, sino de un patrón: violencia contra los más vulnerables, mezclada con el morbo de exhibirla.

La Fiscalía de Menores ha ordenado su internamiento, y es lógico: hay que proteger a la sociedad, y también, aunque suene difícil, intentar que estos chicos no se conviertan en adultos irrecuperables. Pero la sensación que queda es amarga.

Porque esto ya lo hemos visto antes. Lo vimos con Rosario Endrinal, una mujer que murió quemada en un cajero, atacada por tres jóvenes que ni siquiera la conocían. No solo me impactó el asesinato, sino también descubrir la vida que había tenido antes: una vida lujosa, con viajes, yates y sonrisas. Aun así, cayó en una espiral que la llevó a vivir en la calle. Nunca la he olvidado. Sé que mi recuerdo no le devuelve la vida ni cambia nada, pero cada vez que me he visto al borde de una decisión drástica, o empujada a situaciones extremas, ha vuelto a mi mente aquella imagen: ella, joven y feliz, sobre la cubierta de un barco, sin imaginar que acabaría durmiendo en un cajero… y que moriría allí, de la forma más cruel.

Yo tenía 24 años cuando ocurrió y no podía entender cómo unos chavales podían idear algo así contra alguien que no les había hecho nada. Leí cada detalle del juicio con un nudo en el estómago: el menor implicado recibió ocho años de internamiento; los dos mayores, diecisiete años de cárcel. Salieron antes de que mucha gente hubiera terminado de procesar el horror de lo que hicieron.

Y, sin embargo, aquí estamos, veinte años después, con titulares que parecen calcados. La misma aporofobia —ese odio específico hacia las personas pobres o en situación de calle—, la misma frialdad, la misma burla ante la desgracia ajena. Es como si en este tiempo no hubiéramos aprendido nada.

Lo más inquietante es que no hablamos solo de estos tres menores ni de aquel trío que mató a Rosario. Hablamos de una cultura que banaliza el desprecio, que convierte en chiste la humillación y que en redes sociales aplaude comentarios miserables porque “es humor negro” o “no hay que ofenderse por todo”. No estoy diciendo que quienes me llaman “Charo” cada vez que hago un comentario feminista en TikTok vayan a terminar quemando a alguien en la calle. Pero me preocupa

—y mucho— que esos discursos normalicen la idea de que hay personas cuya vida vale menos, que se pueden insultar, degradar o ridiculizar sin consecuencias.

Las redes están llenas de jóvenes que, cuando leen una noticia de una agresión, lo primero que preguntan es la nacionalidad del agresor. No para entender mejor el contexto, sino para confirmar prejuicios. También abundan quienes, ante cualquier denuncia de violencia de género, responden con el “y ellas qué” o con el “a fregar”. Es fácil pensar que son solo palabras, que no hay que tomárselas en serio. Pero la historia demuestra que la violencia simbólica es el terreno donde germina la violencia física. Y cuando esa violencia se dirige hacia colectivos vulnerables, el salto de un meme a una agresión real puede ser más corto de lo que nos gustaría admitir.

Miranda de Ebro no es una ciudad grande, y precisamente por eso el impacto ha sido tan fuerte. Todos conocen a alguien que conoce a alguien. La víctima sin hogar dormía siempre en el mismo sitio. La vendedora peruana llevaba años en las fiestas. No eran personas invisibles, aunque vivan en los márgenes. Y, sin embargo, para sus agresores eran solo “blancos” en un juego cruel.

Es inevitable preguntarse qué hay detrás de estas conductas. Muchos señalarán a las familias, a la educación, a las redes sociales, a los videojuegos. Otros dirán que es pura maldad. Yo creo que es una mezcla incómoda: un entorno que no enseña empatía, una cultura que glorifica la humillación y una adolescencia que busca límites probando hasta dónde puede llegar. El problema es que, cuando el límite es prender fuego a alguien, ya hemos cruzado una línea de la que es difícil volver.

La justicia hará su parte, pero no podemos dejarle todo el trabajo a los jueces. La prevención no se logra solo con internamientos ni condenas ejemplares; se logra desmontando la idea de que hay vidas prescindibles. Eso empieza en casa, sigue en la escuela y se refuerza en los espacios donde los jóvenes construyen su identidad: grupos de amigos, redes, cultura popular.

En 2005, la muerte de Rosario Endrinal generó un debate nacional sobre la aporofobia. Se hicieron reportajes, mesas redondas, artículos de opinión. Luego el tema desapareció de las portadas. Hoy,

con las noticias de Miranda de Ebro, vuelve a la superficie. La pregunta es: ¿volverá a hundirse en cuanto pase la conmoción inicial?

No deberíamos permitirlo. Porque mientras lo olvidamos, la violencia sigue fermentando, invisible, hasta que explota de nuevo. Y entonces volveremos a decir “qué horror” y “cómo es posible”. Pero ya lo sabíamos. Lo supimos en 2005. Lo sabemos ahora. Lo único que falta es decidir si vamos a hacer algo para que no se repita, o si vamos a resignarnos a leer, cada ciertos años, la misma historia con nombres y fechas diferentes.

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