“La policía interviene de manera unilateral (y a menudo de forma proactiva), en ocasiones de manera coercitiva, para determinar el dónde, el cuándo y el cómo de las manifestaciones.” Donatella della Porta, Abby Peterson y Herbert Reiter.
La noticia ha saltado en los medios de comunicación deportivos como Marca, As o El Chiringuito y ha trascendido a los medios generalistas. La Policía Nacional ha propuesto el cierre durante un mes del estadio del Sevilla FC, motivando, entre otros factores, por un tifo que conmemoraba el 50 aniversario de los Biris, grupo que el Ministerio del Interior ha incluido en un registro tan opaco como arbitrario de bandas violentas.
Resulta cruelmente paradójico que uno de los grupos de aficionados que se define explícitamente como antirracista haya sido denunciado ante la Comisión para la Prevención del Racismo, la Violencia y la Intolerancia en el Deporte. Y esta decisión es aún más llamativa si se tiene en cuenta que incidentes mucho más graves ocurridos en Madrid, Barcelona o Bilbao no han sido objeto de una sanción tan severa ni tan claramente arbitraria. Desde este punto de vista, parece evidente que la medida es ejemplarizante y que actúa como advertencia preventiva, tomando como referencia el grado de tensión observado en el último derbi sevillano y andaluz.
Pero, más allá de que se siga utilizando Andalucía como escenario esperpéntico de España, algo que por grave ya no puede considerarse sorprendente, detrás de esta medida hay un salto de escala más profundo en la conversión del fútbol en un laboratorio de la represión social. En el actual giro autoritario de la política occidental, las masas de aficionados son un banco de pruebas donde medir la resistencia social ante la violación de derechos, la arbitrariedad antijurídica y la represión de masas. El fútbol ocupa una posición paradójica en las sociedades contemporáneas.
Es, al mismo tiempo, uno de los fenómenos culturales más extendidos y una de las prácticas más sistemáticamente despolitizadas en el discurso oficial. El fútbol es lo suficientemente importante como para que los poderes políticos no puedan ignorarlo, pero también lo suficientemente cotidiano como para que la percepción común lo encierre en el ámbito de lo banal, lo superficial o lo meramente recreativo. Esta doble condición no es accidental. La importancia real del fútbol no reside en la que le concede el discurso cultural dominante, sino precisamente en la atención que le presta el poder político y policial. De forma inversamente proporcional, cuanto más central es el fútbol como objeto de intervención estatal, menos se reconoce públicamente su relevancia política.
El fútbol se mueve en el territorio de las pasiones colectivas, las lealtades emocionales, las identidades compartidas y los afectos intensos. No se trata únicamente de un espectáculo deportivo, sino de un dispositivo social capaz de congregar multitudes estables, reconocibles, territorializadas y recurrentes. En este sentido, el estadio no es solo un espacio de ocio, sino un lugar privilegiado para observar, medir y ensayar el grado de dominio, control y coerción social que resulta soportable para amplios sectores populares. El debate está abierto entre sociólogos, criminólogos y especialistas en toda Europa, tanto en foros como en revistas académicas especializadas. Como muestran los trabajos analizados en aquí analizados, el fútbol se ha convertido en un laboratorio político donde se experimentan formas de gobierno de las masas que luego pueden extenderse a otros ámbitos de la vida social.
Desde finales del siglo XX, y con especial intensidad tras los años noventa, la gestión del fútbol ha sido progresivamente absorbida por un paradigma seguritario. La violencia futbolística, el hooliganismo o el comportamiento “problemático” de los aficionados han sido definidos como amenazas específicas que requieren respuestas excepcionales. Sin embargo, numerosos estudios han demostrado que estas definiciones no responden únicamente a la magnitud real del fenómeno, sino a la necesidad de construir un objeto gobernable. Como señalan Ludvigsen y Tsoukala, la categoría de “aficionado violento” funciona como una figura flexible, imprecisa y expansiva, que permite legitimar intervenciones preventivas, sanciones colectivas y restricciones de derechos que difícilmente serían aceptables en otros contextos.
Uno de los rasgos más significativos de este proceso es el desplazamiento desde un modelo penal clásico, basado en hechos consumados y responsabilidades individuales, hacia un modelo preventivo y administrativo. Prohibiciones de acceso a estadios, controles de movilidad, listas negras (como estas donde están los Biris y que nadie sabe cómo se entra, y lo que es peor, como se sale ), sanciones colectivas a grupos de aficionados o restricciones al consumo y desplazamiento son medidas que operan antes de que se produzca delito alguno. Tal como muestra el análisis jurídico y sociológico recogido en el archivo, el fútbol se ha convertido en un espacio donde la presunción de peligrosidad sustituye a la presunción de inocencia.
En el estadio es el laboratorio el paradigma dominante es la llamada epistemología policial, aquello que ya advirtió Walter Benjamin cuando hablaba de la policía como legislador. El saber policial produce “verdades” que legitiman el control social y la expansión punitiva sin las garantías jurídicas propias de un Estado de derecho. De ello ha escrito Boutros cuando se refiere a un modelo de gestión de la seguridad anclado por completo en la visión policial.
Este desplazamiento no puede entenderse únicamente como una respuesta técnica a un problema de orden público. Forma parte de una transformación más amplia del gobierno de las sociedades de masas, en la que el conocimiento experto, especialmente policial y securitario, adquiere un papel central. Siguiendo a autores como Didier Bigo o Ulrich Beck, la seguridad se construye como un campo autónomo de saber y poder, donde la definición del riesgo precede y justifica la intervención. En el caso del fútbol, este saber experto produce narrativas que convierten al aficionado organizado en un sujeto liminal, situado entre el ciudadano y el enemigo interno.
El estadio se presenta así como un espacio excepcional, donde se toleran prácticas que resultarían inaceptables en otros contextos sociales: identificaciones masivas, vigilancia intensiva, uso preventivo de la fuerza, restricciones de circulación y sanciones administrativas sin control judicial efectivo. Como señalan Pearson y Stott, el problema no es solo la existencia de estas medidas, sino su normalización progresiva. Lo que comienza como una respuesta “extraordinaria” frente a la violencia termina convirtiéndose en un estándar de gestión de multitudes.
Resulta especialmente significativo que estas prácticas se ensayen sobre colectivos populares, jóvenes y fuertemente identificados con símbolos locales o de clase. El fútbol concentra identidades intensas, pero también cuerpos, rutinas y desplazamientos previsibles. Esta combinación lo convierte en un terreno ideal para experimentar técnicas de control social con bajo coste político. Tal como argumentan Della Porta y Reiter, muchas de las estrategias aplicadas posteriormente al control de protestas o movimientos sociales han sido previamente testadas en contextos deportivos. Al mismo tiempo, el discurso dominante insiste en presentar el fútbol como un espacio apolítico, ajeno a conflictos estructurales.
Esta despolitización cumple una función clave: impide reconocer que las políticas aplicadas al fútbol forman parte de una transformación más amplia del derecho y del orden público. El fútbol aparece así como una excepción permanente que, paradójicamente, se vuelve invisible como tal.En este sentido, el análisis del fútbol no es un tema marginal, sino una vía privilegiada para comprender cómo se redefine hoy la relación entre Estado, masas y derechos. El fútbol no es solo un reflejo de la sociedad, sino un dispositivo activo de producción de normatividad, obediencia y tolerancia al control. En él se ponen a prueba los límites de lo aceptable, se ensayan nuevas formas de sanción y se naturaliza la idea de que determinados colectivos pueden ser gestionados fuera del marco ordinario de garantías.
Nuestra perspectiva se sitúa, por tanto, en una línea de investigación que rechaza la trivialización del fútbol y lo aborda como un fenómeno político de primer orden. Lejos de ser un simple entretenimiento, el fútbol se revela como un espacio donde se cruzan afectos, identidades y poder. Comprender cómo y por qué se sanciona a los aficionados, y bajo qué discursos se legitiman esas sanciones, permite iluminar procesos más amplios de gobierno de las sociedades contemporáneas. El estadio, en última instancia, no es solo un lugar donde se juega al fútbol, sino un escenario donde se ensaya el futuro del control social y esto es lo que nos asusta.



