Detalle del tatuaje de José.
Detalle del tatuaje de José. CANDELA NÚÑEZ

Descubrir el cadáver de un náufrago es noticia, hoy y en el pasado. Impresiona, entristece y supone un reto, su identificación. En la actualidad, un análisis de ADN permite poner nombre al cuerpo presente, para darle la digna sepultura que todo el mundo merece. El móvil y el DNI también facilita la labor.

Hoy siguen muriendo personas en el mar en el anonimato, enterrados con un número en su pequeña lápida, siendo añorados por familias y amigos. 

Los marineros occidentales tuvieron la necesidad de llevar su identificación en su propia piel, sabiendo que la zozobra arroja a los cuerpos anónimos a la orilla, sin ropa ni papeles, y muchas veces desmembrados. Un dibujo, composición o nombre bajo la epidermis, facilitaba el duelo.

Ötzi, encontrado en un glaciar fronterizo de Austria con Italia, donde yacía desde 3.225 a.C, nos demuestra en su momia congelada con rodillas y espalda tatuadas, la evidencia empírica de que ya se practicaban en culturas antiguas.

Thomas Edinson, además de la bombilla y el telégrafo, fue pionero en la invención de la máquina de pequeñas perforaciones en 1876. Un 48% de la población de Italia en 2018 al menos tenían un tatuaje, aunque no son dados a muchos de ellos, y en Japón se asocian a la mafia y al mal gusto.

Ya sea por estética, identidad o cultura, hay que saber que tiene riesgos y efectos potenciales en la salud humana. Háganse de manera responsable e informándose seriamente, siempre siendo mayor de edad, y en casos de duda, optar por las temporales calcomanías.

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