Voluntarios recogiendo basuras en un paraje natural
Voluntarios recogiendo basuras en un paraje natural

Intercambio al extranjero en edad juvenil, fruto de la obsesión familiar en conocer otras culturas, gentes y sus idiomas, incluso bailando flamenco —aprendido durante un verano en academia de Marchena al entender que no había mejor manera de participar en ferias— a demanda de convivientes.

Recuerdo el primer día en el colegio, tras clases, la entrada al comedor, larga fila de comensales esperando bandeja en mano, al turno para ser servidos. Olores desconocidos, forma de platos en la propia bandeja metálica, y elijo patatas fritas con carne y huevos fritos, para no fallar en la inmersión gastronómica. El pan envuelto, el refresco en lata, yogur y servilleta de papel completaban bandeja.

Comida muy comentada con nuevos compañeros, grandes ideas participativas a realizar durante estancia y nos levantamos, cada uno con su bandeja a depositarla convenientemente.

Arrojo con leve giro de muñeca en el contenedor y coloco bandeja en carro de lavavajillas. Rápidamente un profesor llama mi atención, me explica que cada residuo tiene su contenedor —por lo menos ocho, novedoso el del pan, si lo viera mi abuela que no permitía tirarlo por tanta hambre que había quitado— y me invita a su correcta operación. Ruborizado, meto las manos para coger mi lata, bolsa de plástico del pan y envase de yogur —me lo comí todo— y lo deposito en cada uno de los contenedores a tal efecto.

Hoy en día cuando veo un plástico en la calle o playa —recuerdo la lección magistral que siempre complementó aquel aprendizaje desde pequeño de mis padres, mi espejo y el de mis hijos, de no arrojar nada al suelo y por tanto, siempre llevaba los bolsillos llenos de envoltorios de caramelos y chocolatinas—, con pinza en mano voy llenando bolsas y papeleras, volviendo la vista atrás veo más limpio el camino y sonrío.

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