La calentería

Un aparcamiento reservado a los artistas de hacer ruedas, crujientes y pasaditas a gusto del cliente, es un reconocimiento social digno

Iván Casero

Ingeniero de Montes.

Aparcamiento reservado para una churrería.
Aparcamiento reservado para una churrería.

"Hechos por una gitana, de bonita cara y corazón llamada Rocío, me daba los restos de fritura, que más que agradecido relamía en mi boca". La necesidad imperiosa de un buen hombre de comunicar y enseñarme el lugar físico en Ciudad Jardín, junto a la Gran Plaza de Sevilla, donde se encontraba, accesible a través de una pequeña y estrecha entrada, la Calentería. 

Recuerdo en mi primer MBA para ejecutivos, apuesta decidida de mi primera empresa donde trabajé, en Madrid —aquí en Andalucía todavía no había con prestigio—, mi sorpresa matinal, antes de las doce horas lectivas ininterrumpidas, en el bar más cercano, la presentación de unos grandes calentitos encima del mostrador. "Buenos días, ¡qué bueno, tiene calentitos!", exclamé. "¿Cómo?", respondió el señor de la barra. "Sí", señalando con la mirada y el dedo, a la montaña de calentitos. "No, señor, eso son porras", contestó seco y con poca empatía. "Bueno, póngame usted unas porras". La nomenclatura de mis calentitos no era bien entendida, y mis ganas todas. "Cójalas usted", me emplazó. "¿Están frías? ¿Desde cuándo están hechas?", me salió de mis adentros. "Las han dejado aquí, en moto, a las 6:30". Fue la decepción total informativa de mi gran ilusión matinal. "Eso frío no hay quien se lo coma". Aquí acabó mi incursión de calentitos en Madrid. 

"¿Tiene usted tostadas?", opté a continuación. "Sí, claro", me respondió con cierto tono de queja. "Pues póngame unas tostadas y una leche con cacao", le emplacé. Y escuchando el calentamiento de la leche con el vapor de agua de la cafetera para el chocolate soluble —paradoja de un fruto totalmente insoluble que bien conoce ancestralmente Guillermo Xiu— veo que lanza dos rodajas de pan de molde a la gran plancha —sí, donde se hacen las carnes—, colocándole encima de cada una su plancha de hierro, de las que tenía mi abuela para quitar las arrugas de la ropa. Inmediatamente, exclamé: "Oiga, ¿usted no pretenderá que yo me coma eso?". En mi cara no cabría más asombro. El señor del bar, mal encarado, me recriminó mi actitud —su desconocimiento en desayunos era importante y su falta de voluntad de aprender total— y al final sólo me llevé puesto el chocolate, a palo seco.

Calentitos, tejeringos, churros, porras recién hechas y tostadas, incluso rebanadas de pan frito, es deleite de niños y no tan niños como mi amigo Antonio, aquí y en cualquier lugar del mundo.

Un aparcamiento reservado a los artistas de hacer ruedas, crujientes y pasaditas a gusto del cliente, siempre consumo con moderación, es un reconocimiento social digno y cunda el ejemplo ante Ayuntamientos para llevarlo a cabo. 

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