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¿Es lógico vivir así en estos tiempos? A la Iglesia, en el fondo le va bien. Le funciona. Por eso nunca cambia nada.

Hay mucha gente que se ha sentido decepcionada por la exhortación del Papa Francisco, Amoris laetitia, con un nombre tan bonito en latín y un significado aún más precioso: la alegría del amor. Pero claro, sólo se decepciona quien espera algo. Pero quien no espera absolutamente nada, como es mi caso, no se decepciona.

En el caso del Papa Francisco muchas personas, con toda la ilusión del mundo, ha intentado ver un resquicio de esperanza para la eliminación del ancestral odio de la Iglesia Católica de Roma contra la población homosexual. "¿Quién soy yo para juzgar a nadie?" Contestaba con una pregunta el papa a unos periodistas en referencia a la homofobia vaticana. Sin embargo, es una respuesta tendenciosa e hipócrita, ya que yo puedo no juzgar con mis palabras a nadie, pero sí juzgarlas con mi actitud. Si a mí en la radio me dicen que ponga tal canción que a mí no me gusta, yo no voy a juzgarla en público diciendo‘que no me gusta por tal o cual motivo, pero mi actitud de no ponerla nunca, se está convirtiendo en un verdadero juicio. O si no, no me digan que manera de enjuiciar es vetar al embajador francés en el Vaticano, claro ejemplo de la ‘misericordia’ de Francisco. (Analizar la actitud sumisa de Francia merece otra reflexión). En último caso, habría que agradecerle al Papa Francisco el que el tema de la homosexualidad haya entrado en los documentos oficiales de la Iglesia que ya es un gran paso conociendo la Historia lenta, aburridamente lenta, de la Iglesia. De ser invisibles a ser nombrados. Quien no se consuela en este caso, sería porque no quiere.

Pero no, que nadie piense que Amoris laetitia es un avance en los derechos de las personas al amor dentro de la Iglesia. Y ya no me refiero a las personas homosexuales solamente. También a personas divorciadas, separadas, etc… No ha cambiado nada. Todo queda en manos de los obispos. Todo se sigue rigiendo por el catecismo católico. Los homosexuales seguirán teniendo que ser acogidos ‘misericordiosamente’ pero tendrán que ser castos. Siguen insultando desde el Vaticano llamando a la conducta homosexual ‘tendencia’ como cuando equis tiende a infinito en las matemáticas.

No ha cambiado nada. Las personas divorciadas podrán comulgar o no dependiendo del obispo que les toque.

No ha cambiado nada tampoco con respecto a la mujer. Seguirá siendo un cero a la izquierda y se les sigue impidiendo presidir una Eucaristía por el mero hecho de ser mujer.

No ha cambiado nada para los sacerdotes. Tendrán que seguir diciéndoles a su parroquia como tienen que actuar en el amor sin que ellos puedan experimentarlo ni sepan que es el matrimonio por no vivirlo. Lo mismo que hace el Papa Francisco en esta exhortación: hablar de lo que le cuentan – y vaya fuentes, ¡los obispos sinodales! –  pero no de lo que ha vivido.

Resumiendo y perdonándome ustedes que insista de nuevo: NO HA CAMBIADO NADA.

Ante esto, habrá otro escape de gente fuera de la Iglesia Católica, otra legión de personas excluidas de la Iglesia romana. Otro grupo de gente que se aleja con una patada en el culete, y lo peor, otra patada en el corazón. Y otros se quedarán. En el límite. En la frontera. Sabiendo que se dejan la piel en algo que no va a cambiar nunca.

¿Por qué no te vas de la Iglesia? me preguntan. Realmente, también la Iglesia tiene sus partes positivas, largo de exponer aquí. Pero con respecto a todo lo anterior, familia, sexo, etc. la Iglesia dice mucho pero controla poco. La Iglesia lo tolera todo mientras no lo digas. Realmente, un divorciado o divorciada puede comulgar donde le dé la gana. Realmente, un homosexual, transexual, bisexual, puede comulgar donde quiera, mientras no diga nada. Realmente, un cura, puede ser gay, algunos incluso tener novio, y no pasa nada, mientras no diga nada.

¿Es lógico vivir así en estos tiempos? A la Iglesia, en el fondo le va bien. Le funciona. Por eso nunca cambia nada.

Sólo el quedarte o el irte depende de tu cansancio, de tu hartura y de tu tolerancia a la hipocresía. Llega un momento en que todo te da igual, menos una cosa y que tienes clara. Que a pesar de todo, no estás dispuesto a excluir a Jesús y al Evangelio de tu vida. Que al fin y al cabo, es realmente lo que importa. Todo lo anterior, sobra. Amaos los unos a los otros. Y ya está. Ahí está la verdadera alegría del amor. No necesitamos para nada un papa que con sonrisas nos traduzca a su conveniencia lo imposible.
Como Carmen Laforet, de esta exhortación no me llevo absolutamente nada. O al menos, así lo pienso ahora.
 

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