Estudiantes de ESO, en una imagen de archivo.
Estudiantes de ESO, en una imagen de archivo.

Aprendí que en cada pupitre hay una historia y que escuchar es la única manera de acercarte a ellas.

Desde que me dieron la oportunidad de colaborar con este medio, he utilizado en varias ocasiones este espacio para escribir sobre cuestiones relacionadas con la educación. De hecho, mi primer artículo se centró en la huelga de deberes y más tarde me hice eco de cómo los ídolos influyen en los adolescentes, del acoso escolar y del uso actual de nuestra lengua. Ahora que se acaba el curso podría centrarme en detallar cómo se ha sufrido la ola de calor en las aulas y la imposibilidad de combatirla con abanicos de papel como algunos propusieron, o en el flaco favor que le hacemos a los alumnos y a la educación en la general, si permitimos que los escolares titulen en la etapa de la Educación Secundaria Obligatoria con dos asignaturas suspensas. Podría pararme en estas cuestiones o en cualquiera de los asuntos que habría que mejorar para dar a la enseñanza el verdadero lugar que se merece.

Sin embargo, con el fin de curso la nostalgia me puede y todo aquello que nubló la profesión queda difuminado hasta el próximo septiembre. Por eso, aunque tengo poco recorrido como profesora y estoy segura de que si mis alumnos me calificasen no llegaría al notable debido a los momentos en los que me pudo la impaciencia, el mal humor o por no cumplir sus expectativas, hoy me parece apropiado ensalzar todo aquello que no sacamos tan a menudo a la luz y que, probablemente, sean los motivos verdaderos que nos hacen estar donde estamos.

Y es que enseñar es también aprender: de los compañeros con experiencia que te recuerdan qué documentos debes cumplimentar y en qué plazos y que te prestan su metodología, técnicas y actividades cuando crees que agotaste todos tus recursos; de los compañeros interinos, los que son como tú, con los que haces piña y con los que más te quejas de todo lo que hay que cambiar y de cómo ha evolucionado todo desde que tú estudiabas, aquellos a los que, además de un buen verano, les deseas un buen destino y mucho trabajo para el siguiente curso; de los profesionales que se implican desde el primer día y luchan contra viento y marea por sacar adelante proyectos alucinantes con los que nuestros adolescentes aprenden no solo contenidos sino también valores.

Pero hay más. Aprendí que en cada pupitre hay una historia y que escuchar es la única manera de acercarte a ellas; y, a veces, es necesario apartar los contenidos del currículo y dedicar tiempo a hablar de la vida, de la sociedad, de lo que ocurre hoy, de por qué estamos aquí, de lo justo y de lo injusto. Aprendí a escuchar a Rayden o Izal, la música acortó distancias en tiempos difíciles e incluso terminé tarareando ritmos musicales alejados de mis gustos. Observé que hay quienes aman la materia de Lengua castellana y Literatura a su manera: uniendo letras, conformando versos maravillosos, imaginando relatos…o leyendo poesía, la de la nueva generación de autores y cantautores. Y mis artículos y aforismos se inspiraron, alguna vez, en lo ocurrido en un aula.

Mis alumnos me recordaron la importancia de la palabra amistad, a ser leales los unos con los otros incluso en las batallas perdidas, me emocionaron con su unión, con la manera en la que, a estas edades, son capaces de remar en la misma dirección; y, aunque sus quejas no siempre están sustentadas, también me gusta el espíritu de lucha y de revolución que sacan en algunos momentos. Y el miedo a nada, aunque duden de todo. La valentía cuando abrazan, cuando dicen te quiero —te queremos— o te echaremos de menos.

No siempre supe responder a todas sus preguntas ni a tanto cariño, pero lo que sí sé es que cada vez que me dijeron quédate, una parte de mí se quedó, para siempre, con ellos…y que tras cada curso que pasa, y tras cada centro por el que paso, me doy cuenta de que no habrá maletas suficientes para guardar todo lo que me llevo de cada experiencia.

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