Un momento de la celebración del Día Mundial de la Diversidad Cultural para el Diálogo y el Desarrollo en la plaza del Arenal. FOTO: CEAIN.
Un momento de la celebración del Día Mundial de la Diversidad Cultural para el Diálogo y el Desarrollo en la plaza del Arenal. FOTO: CEAIN.

Creo que fue hace unos cinco años, poco después de jubilarme, cuando empecé a colaborar, aquí en Jerez, con CEAIN, el Centro de Acogida al Inmigrante, perteneciente a la red Andalucía Acoge. Como siempre me había dedicado a la enseñanza, me incorporé a esta ONG dando clases de español, la tarea que me pareció que mejor podía llevar a cabo. En eso sigo, a pesar del virus y de la pandemia.

Es un trabajo que no sólo ayuda a quienes vienen aquí huyendo del hambre, las guerras, la persecución del tipo que sea o la falta de oportunidades. A mí también me ha enriquecido y me sigue enriqueciendo muchísimo, y por eso ya no concibo la vida sin el contacto con estas personas. Cada día de clase me enseñan cosas nuevas, me hacen partícipe de sus problemas y sentimientos, nos reímos juntos, algo tan necesario siempre y en particular cuando se está lejos de la propia tierra. Las clases les sirven además para comunicarse entre sí, para encontrar un espacio de socialización no siempre fácil en el país de acogida, sobre todo cuando no tienes en él ninguna red de apoyo familiar.

Jamás los he visto como pobres, aprovechados, inferiores, peligrosos, o todo eso que nos quieren hacer creer partidos que sólo promueven el odio. Los he visto y los veo como seres humanos necesitados y no me importa el color de su piel, ni su credo religioso -que respeto siempre, aunque no lo comparta- ni las condiciones de vida en que han vivido o tienen que vivir. A esos partidos que tanto alardean de catolicismo patriotero pero fomentan la exclusión habría que recordarles el pasaje de Mateo (25: 31-46) en el Evangelio, ese donde Cristo, al final de los tiempos, dice a los justos, que están a su derecha:

“...Porque tuve hambre, y me dísteis de comer; tuve sed, y me dïsteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubrísteis; enfermo, y me visitásteis; en la cárcel, y vinísteis a mí. Entonces los justos le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te sustentamos, o sediento, y te dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos forastero, y te recogimos, o desnudo, y te cubrimos? ¿O cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti? Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicísteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicísteis...”

Al principio daba las clases al lado de una de las sedes de la ONG en  la calle Vicario, en el colegio El Aljibe, un antiguo edificio que en el siglo XVIII funcionaba como hospital de mujeres incurables, y que a pesar de haber sido en parte rehabilitado y reconvertido en 1984 en centro de Educación de Adultos, no siempre reúne las mejores condiciones para la enseñanza, al menos en algunas de las aulas que nos “prestaban”.

En una de ellas tuve como alumno a Mohammed, un chico -no me gusta la abreviatura MENA que en mi opinión deshumaniza- nacido en Castillejos, cerca de Ceuta. Lo tenía que animar muchas veces porque lo veía muy triste y absorto en sus pensamientos. Cuando le preguntaba qué le pasaba, me decía con los ojos empañados que se acordaba de sus padres y hermanos y los echaba mucho de menos.

Un día decidí dar un paseo con él por Jerez, lo llevé a tiendas regentadas por marroquíes y a la tetería Chauni de la calle Chancillería. Aunque él iba siempre con mucho miedo de que la policía lo detuviera, lo interrogara y lo devolviera a su país, ese día volvió más contento a su lugar de residencia, uno de los pisos que mantiene en nuestra ciudad la ONG “Voluntarios por otro mundo”, que con Michel Bustillo al frente, el hombre más generoso y humano que conozco, realiza una labor impagable.

Mohammed aprendió pronto y dejó las clases. Al cabo de un tiempo me lo encontré en un bar, se levantó, se acercó a mí y me dió un gran abrazo con una sonrisa de oreja a oreja. Había encontrado un puesto en el equipo de fútbol del Jerez y parecía otra persona, más madura, totalmente integrada. Fue una de las mayores alegrías de mi vida el haber contribuido a eso.

Es verdad que otras experiencias han sido descorazonadoras, porque algunos vienen muy tocados, muy trastornados por las durísimas vivencias por las que han tenido que pasar, -hay quien me ha enseñado un video de su accidentado viaje en patera o quien se ha negado llorando a participar en una mesa redonda sobre la inmigración porque por ser homosexual le habían dado en su país paliza tras paliza y estaba totalmente traumatizado-.

A veces ocurre que los varones no están acostumbrados a hacer lo que  diga una mujer o no comprenden que no pueden estar con sus amigos en la misma clase simplemente porque tienen diferentes niveles de conocimiento de nuestra lengua, y resulta difícil convencerles. Yo intento siempre no sólo enseñarles la lengua, incluidas las expresiones andaluzas, sino también algo de nuestra historia, cultura y tradiciones, puesto que es en nuestra tierra donde van a desenvolverse. Y si puedo, los llevo a conocer el Álcazar, la ruta del flamenco, que a la mayoría les encanta, la fachada de la catedral, el Ayuntamiento viejo o San Dionisio.

Hemos intentado organizar reuniones cada fin de trimestre, donde cada uno ha aportado quizás un plato típico de su país y ha probado los de otros países, donde hemos escuchado su música y la nuestra -por ejemplo la de las zambombas en Navidad-, donde a veces hemos bailado juntos, hemos intercambiado regalos y donde han podido charlar unos con otros. Me he encontrado gente sin formación académica alguna, pero también universitarios con una gran cultura y conocimiento de otros idiomas, y casi todos con una educación exquisita, dándote las gracias continuamente al final de cada clase por tu trabajo. A algunos les he dado clases particulares de Lengua o Historia para el examen de ingreso en la Universidad, y han conseguido entrar en ella, lo que me ha llenado de satisfacción.

Con muchos la conexión ha ido más allá de la simple relación profesora-alumno/a  y hemos estrechado lazos de amistad.  A veces los he invitado a café o a unas tapas, los he acompañado al médico y al hospital, les he ayudado con el papeleo,  les he ofrecido pequeños trabajos de pintura o albañilería cuando estaban en las últimas -ahora con la pandemia ellos lo tienen más difícil todavía que nosotros-. Una chica de Letonia que maneja ya nuestro idioma con una soltura increíble me dijo una vez que yo era como su madre, su segunda madre en España, y eso me llegó al alma.

En otra ocasión una alumna marroquí me preguntó por sorpresa: “Nora, ¿por qué haces esto por nosotros?”.

Yo les contesté que porque toda la familia de mi madre, que procede de un pequeño pueblo olivarero de la provincia de Sevilla, había tenido que emigrar a París en los años sesenta del siglo pasado para buscarse la vida. No sabían el idioma,  no siempre iban con un contrato, como suele decirse, sino al calor de un primo, un hermano o un amigo, no siempre eran bienvenidos. Procuraban reunirse entre ellos para no olvidar sus raíces, lo pasaban mal.

Cuando yo empecé a viajar en los años setenta al extranjero, antes y después de morir Franco, me dí cuenta de que todavía entonces en París “española” era sinónimo de “criada”, y en Alemania nos miraban como a seres inferiores, igual que algunos desalmados ahora los miran a ellos. Y a ellos, a mis alumnos, les explico que por desgracia tenemos muy poca memoria, que se nos ha olvidado nuestra historia más reciente. Eso también debería ser, y de hecho es, memoria histórica.

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