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En cuanto llegaba el buen tiempo, allí estaba la puerta abierta de la señora Constanza.

En cuanto llegaba el buen tiempo, allí estaba la puerta abierta de la señora Constanza. Yo al principio le preguntaba a mi madre por este hecho, ya que era la única vecina del bloque que dejaba abierta la puerta de su casa. En realidad no hacía falta que la primavera estuviera ya bien metida para que la puerta del Bajo B estuviera ya abierta, podía ocurrir también días sueltos, incluso de enero o febrero, a condición siempre de que hiciera un día radiante. 

Yo, al principio, cuando bajaba a la calle y veía la puerta abierta, le preguntaba a mi madre por este hecho insólito. Mi madre decía que eran costumbres de su tierra, que era una persona mayor, que había que respetar lo que hiciera. Yo le decía que bueno, que me parecía muy bien, pero que estábamos en Madrid y que cualquier día le iban a dar un susto, máxime viviendo en el portal, no en un sexto o en un séptimo piso, y luego me iba tan pichi al parque a dar patadas al balón, cazar grillos o tirarme deportivamente piedras con los del barrio de al lado, lo que se terciara, dejando atrás esos diez segundos de preocupación por la seguridad de la señora Constanza y pensando que en realidad esa mujer era un poco cotilla, siempre enterada, a la fuerza, de quién entraba y de quién salía del bloque. 

La señora Constanza era de Pozoblanco o de un pueblo de los alrededores y ella para resumir decía que era del pueblo al que la muerte de Paquirri había colocado en el mapa para muchos españoles de otras tierras. Sus hijos habían emigrado a trabajar a Madrid y ella y su marido, ya jubilados, habían ido detrás de ellos pero comprándose su propia vivienda. 

Por resumir, digamos que los vecinos del bloque nunca valoraron la belleza de un nombre como el de Constanza, nombre de lago, de concilio, de nobles e incluso reinas, y se referían a esta vecina simplemente como la Andaluza. Su marido, de la misma tierra, nunca fue en el bloque o en el barrio el Andaluz: la arbitrariedad de los apodos. No deja de ser llamativo que la Andaluza fuese para los vecinos la Andaluza. En Móstoles, donde me fui a vivir con mi familia cuando tenía nueve o diez años, en los años 70 se fueron a vivir miles de andaluces emigrados a Madrid, igual que en Alcorcón, Leganés o Fuenlabrada, pero curiosamente no era el caso ni de mi bloque ni de mis amigos. Estaba la Andaluza, sí, pero mis vecinos más cercanos eran de Cáceres, de Ávila, de Salamanca, incluso de Asturias. Tampoco entre mis amigos del parque había niños andaluces o de padres andaluces, aunque yo mismo tengo ese origen lejano, parcial y si me apuran un tanto periférico: una de mis abuelas, la madre de mi madre, era jiennense, de La Carolina, emigró a Madrid en el año 20, con diez años, nunca volvió a su pueblo y jamás la oí que en algún momento lo echara de menos. Mi abuela andaluza, que pasaba largas temporadas en mi casa y tenía una edad similar, nunca hizo especiales migas con la Andaluza, aunque sí charlaban a menudo. También mi madre. Lo que se dice buena vecindad.

Un día de verano —y, en consecuencia, temporada de puertas abiertas en el Bajo B— mi madre subió con un vaso de gazpacho que le acababa de dar la Andaluza para que lo probara. Un detalle. A mi madre no le gustó mucho, lo encontró muy fuerte, así que me lo dio a probar. Supongo que habré catado gazpachos mejores a lo largo de mi vida, claro, pero en la memoria lo tengo como los mejores, a la vista está que todavía lo recuerdo: Cremoso, ligero y fuerte a la vez y, desde luego, muy refrescante. Realmente lo que pasaba es que el gazpacho de la Andaluza era muy distinto de lo que mi madre entendía por hacer un gazpacho. Se trata de un plato un tanto extraño —el de mi madre y mi abuela— que, la verdad, no he visto por ahí. Básicamente se pone aceite, vinagre, sal en un bol sopero con agua fría y hielo. Sobre este todo liquido se vierte en trozos de cierto tamaño (no es el picadillo que se sirve como posible guarnición) tomate, pepino, cebolla, pimiento verde y rojo y algo de pan. Se coloca al centro, sustituyendo a la ensalada familiar. Y ya. Nada de majar, batir o ligar. Mi madre a lo mejor ponía su gazpacho una vez a la semana los dos meses de verano, o sea, sin exagerar. Con el tiempo, la anécdota del vaso de gazpacho de la Andaluza se fue haciendo un pequeño hábito: todos los veranos mi madre subía con un vaso, a veces con dos —toma, Elvira, acabo de hacer gazpacho, súbete un vasito—, de la señora Constanza, vasos que directamente me tomaba yo ante una cierta displicencia materna.

Años después, finalmente la puerta abierta le dio un susto a la señora Constanza. Se coló un yonqui a ver qué podía llevarse al descuido. La puerta del Bajo B dejó de estar abierta los veranos. Se acabó el gazpacho de la Andaluza.

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