Esos ojos de la nada

Zabaleta se convirtió en un símbolo, que es el triste lugar de vitrina de papel que le toca a quienes pasan a mejor vida en circunstancias miserables

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

Una pancarta en recuerdo a Aitor Zabaleta.
Una pancarta en recuerdo a Aitor Zabaleta. RTVE

Hace unos días se cumplieron 25 años de la muerte de Aitor Zabaleta. El hincha de la Real Sociedad no llegaba a la treintena cuando le arrebataron la vida en los aledaños de un campo de fútbol. Fue Ricardo Guerra quien le asestó una puñalada en el corazón aquel fatídico 8 de diciembre de 1998. Ocurrió junto a una tapia, a pocos metros del estadio Vicente Calderón. El asesino perpetró su crimen junto a varios compañeros del grupo neonazi Bastión, facción del Frente Atlético. Aquella noche iba a disputarse un partido de UEFA entre el Atlético de Madrid y la Real Sociedad de San Sebastián. 

"No les hemos dado lo que merecían, pero tampoco se han ido de vacío". Bramando así entró Ricardo Guerra en el bar El Parador poco después de las seis de la tarde el día en el que selló su destino. Su historial delictivo lo precedía: había sido condenado por robo frustrado con violencia, varias faltas de lesiones, delito con arma blanca… y disfrutaba por entonces del tercer grado penitenciario. Una verdadera joyita, de esas que se te cruzan en el camino y te echan la vida a perder. Mató por vez primera aquel 8 de diciembre. Al menos, que sepamos.

El nombre de Aitor Zabaleta se clavó en el alma de todos aquellos a los que nos importaba el fútbol, y en las sienes de todos los demás. De repente, nos sentimos tan indefensos, tan absurdos, tan perdidos. Ese chaval que salió de su casa en San Sebastián aquella mañana para viajar a Madrid había dejado de existir. La palabra odio no es suficiente para explicar momentos tan abyectos, se queda demasiado corta ante la sinrazón y la maldad más impúdicas. 

Diecisiete años de condena le cayeron a Ricardo Guerra, condena que ya ha cumplido. Recuerdo ver su cara en el telediario, esposado mientras era conducido por dos policías nacionales. No vi arrepentimiento, ni siquiera congoja, tampoco rencor. Por primera vez tuve la sensación de estar contemplando la nada, no había nada en aquellos ojos vacíos, en aquella mirada hueca. Creo que le atravesaba el pecho una puñalada de hielo, que contrastaba con el arma caliente con la que había hecho derramar la sangre.

Zabaleta se convirtió en un símbolo, que es el triste lugar de vitrina de papel que le toca a quienes pasan a mejor vida en circunstancias miserables. Como un Miguel Ángel Blanco o una Anabel Segura. Un símbolo contra la intolerancia, un símbolo del desprecio y el rechazo más absoluto hacia la violencia en todas sus maneras y manifestaciones. Un grito contra el odio en los estadios, en las gradas, en las tapias y en los bares. Pero ni sus padres, ni su novia, ni sus amigos pueden hoy abrazar un símbolo, no pueden besar a un grito. 

Han pasado 25 años y aún recuerdo esos ojos de la nada. Aquella noche se jugó un partido, en el que la Real cayó en la prórroga con sendos goles de los jugadores colchoneros Santi y José Mari. Casi nadie lo recuerda. 

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