Historias sobre el futuro y las mascarillas, los bulos y los políticos

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Profesor de la EASP. Médico especialista en Medicina Preventiva y Salud Pública y Doctor en Medicina por la Universidad Autónoma de Barcelona.

Un niño de ascendencia africana juega al fútbol con mascarilla. FOTO: Unicef
Un niño de ascendencia africana juega al fútbol con mascarilla. FOTO: Unicef

Leía en un artículo de la BBC que las mascarillas estuvieron limitadas a ladrones de bancos, excéntricas estrellas del pop y turistas japoneses conscientes de la salud. Pero ahora el uso de mascarillas faciales en público es la normalidad. Fue la Peste Negra, la plaga que azotó Europa por primera vez en el siglo XIV, matando al menos a 25 millones de personas entre 1347 y 1351, lo que presagió el advenimiento de la mascarilla a nivel sanitario. Posteriormente, en la gripe española, (así se la nombró porque España fue el primer país en informar sobre el brote), donde murieron alrededor de 50 millones de personas, las tropas apiñadas en vagones de tren y camiones se aseguraron de que la infección, altamente contagiosa, pasara de un hombre a otro. Luego se extendió desde las estaciones de tren hasta el centro de las ciudades, y de allí a los suburbios y al campo. Las empresas intentaron frenar la propagación de la infección rociando una solución antigripal sobre trenes y autobuses y haciendo que sus empleados usaran tapabocas. Y más recientemente, otro tipo de mascarilla ha surgido, que satisface la necesidad de proteger la cara de la mirada fulminante de los fanáticos seguidores de las estrellas del pop o de las aristas que quieren pasar desapercibidas.

En este 2020, todo ha cambiado. Nacho Carretero, periodista de El País, escribía el otro día en El País Semanal un artículo que me gustó mucho titulado El archivo del futuro. En él decía que: En unos años, los niños de hoy leerán que nos quitábamos la mascarilla en lugares cerrados con más gente, mientras que por la calle era obligatorio llevarla.

Y seguía diciendo: Nuestros niños de hoy, ya adultos, podrán comprobar en ella cómo vivíamos, cómo actuábamos y qué temíamos. Leerán, por ejemplo, que todos —con buen criterio— usábamos mascarilla para evitar la propagación del virus (en 2021 aún no se había inventado el purificador de aire bucal que, seguro, alguien ideará algún día) y podrán comprobar que siempre la llevábamos puesta. Excepto en algunos supuestos.

Además explicaba: por ejemplo, gracias a la cuenta-archivo podrán saber que nos quitábamos la mascarilla cuando entrábamos en lugares cerrados con más gente. Por la calle, por una amplia y solitaria avenida, era obligatorio llevarla. Pero en cuanto entrábamos en un bar o restaurante con más personas, nos la quitábamos como quien se quita una bufanda, resoplando y con gesto de “por fin”. Verán también noticias de agentes de las fuerzas policiales deteniendo a una mujer que paseaba sola por los Picos de Europa, sin nadie a kilómetros a la redonda, y que no llevaba mascarilla. Para tal hazaña, los agentes han utilizado un dron, podrán leer.

Otro supuesto que nos eximía de usar la mascarilla, leerán, era el de fumar. Si vas por la calle en silencio, tienes que llevarla puesta, pero, si decides empezar a soplar y además soplar un humo cancerígeno, entonces sí podías quitártela. Faltaba más.

Y añadía: verán en el futuro que otro supuesto que existía era el de hablar. Especialmente gritar. En silencio la gente llevaba la mascarilla, pero, si te acercabas a hablar a alguien y, por estar en un sitio cerrado, no te escuchaba bien, entonces te la bajabas y te pegabas a su oído. Se daban casos, incluso, de gente que se bajaba la mascarilla para escuchar mejor. De forma que, en el instante en que dos personas acercaban sus bocas y empezaban a hablar, ninguno tenía puesta su mascarilla.

Apuntaba con ello: confío en que el archivo permita a nuestras siguientes generaciones recuperar noticias de manifestaciones y mítines con el virus ya descontrolado. Por ahí estará también la noticia de cuando el alcalde de Sevilla, con la pandemia entrando en Europa, dijo que “tendría que venir el presidente de la OMS para que se cancele la Feria”.

Y explicaba: el archivo, espero, hará una sección de bulos y rumores que corrían por una aplicación de mensajería llamada WhatsApp. Casi todos creían y compartían toda clase de audios de supuestos médicos o comunicados de supuestas instituciones. De la misma forma que hoy nos asombra ver cómo los rumores siglos atrás acababan en linchamientos y hogueras, las siguientes generaciones no podrán evitar alucinar cuando revisen cómo la gente compartía cualquier información, por descabellada que fuera, que llegaba a sus dispositivos móviles, entonces llamados teléfonos.

Cerraba diciendo: mención aparte, y con una visión más profunda, merecerá el análisis de la actuación política: cómo los dirigentes de aquella época, en su mayoría, estaban más preocupados por los votos que por los muertos. Cómo se llevaban a cabo crueles cálculos políticos donde se estimaba si restaba más votos un muerto o un hostelero enfadado. Creo que ahí, en esta última parte, no se reirán. O sí.

Es evidente que no fue un amor a primera vista. Al principio nos costó aceptarlas. Pero por uno u otro motivo y poco a poco, las mascarillas nos enamoraron. Y están todos el día con nosotros, a pesar de todo lo dicho. Las tenemos de diferentes modelos: Blancas, azules, verdes, con dibujos, con lazos, con elásticos, de un material o de otro, industriales y caseras.

Y todo ello, sabiendo que las máscaras de la pandemia pasarán (espero que no totalmente). Las de la historia quedarán.

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