Doy la cara por mi hermano

Yo en ella aprendí a valorar lo importante que es la vida, lo que son las ganas de vivir, el valor de la amistad, o lo que es ayudar al igual

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Profesor de la EASP. Médico especialista en Medicina Preventiva y Salud Pública y Doctor en Medicina por la Universidad Autónoma de Barcelona.

'Doy la cara por mi hermano', artículo de Joan Carles March.
'Doy la cara por mi hermano', artículo de Joan Carles March.

 

Este artículo lo escribí hace muchos años, unos meses después de la muerte de mi hermano Felip. No había podido escribir nada sobre él, ni casi llorar su muerte. Pero cuando escribí el artículo salió de mí toda la emoción. Había llegado el momento en el que y podía llorar y sentir la tristeza de la muerte de mi hermano por una enfermedad que llegó par matar (y en el caso de mi hermano por tener relaciones sexuales con personas de su mismo sexo).

Y el artículo decía así:

Todos los días, deberían ser 1 de diciembre, días de lucha contra el sida, contra el estigma, para la prevención para fomento del uso del condón, para facilitar la prueba rápida, para no compartir jeringuillas, para….Porque es necesario seguir luchando para detener la enfermedad; porque es crucial hablar y convencer de lo importante que es utilizar el condón en las relaciones sexuales, y las jeringuillas una sola vez; porque es fundamental dar la cara por los derechos de afectados e infectados para conseguir que no se les trate de culpables, que no se les excluya, que no se les margine, y así puedan vivir más fácilmente.

Muchas han sido las historias que hemos oído contar estos últimos días. Muchos han sido los ejemplos que nos han acercado a sus vidas. Algunas trágicas. Todas con un halo triste. Pero, siempre con un conjunto de enseñanzas.

Mi historia, mejor dicho su historia, la de mi hermano, es otra de las que creo vale la pena contar. Yo en ella aprendí a valorar lo importante que es la vida, lo que son las ganas de vivir, el valor de la amistad, o lo que es ayudar al igual.

La historia es cercana, en mi corazón. Duró tres años. Fue un espacio realmente duro, y al mismo tiempo bello. Recuerdo muchas cosas: el día del primer ingreso, la mañana que le dije el diagnóstico, los enternecedores momentos -así los vivía él- de las consultas con Concha, Sión o Jordi en el Hospital Público, las llamadas para contarme cosas – avances o retrocesos-, sus viajes, sus clases, su lucha por seguir trabajando hasta la semana antes de su muerte, su orgullo porque sus médicos – principalmente su oftalmólogo- admiraban su tesón y su esfuerzo que le convertía en récord de permanencia en alguna de las patologías asociadas, las riñas que daba a amigos de consulta por dejar de acudir a las mismas, las magníficas relaciones que tenía con las enfermeras de la planta, sus regalos, la dedicación hacia él de mi madre, la amistad de sus hermanos y amigos, la conversación que mantuvimos una hora antes de que se fuera, la lucha por seguir tratándose hasta incluso después de haber dicho adiós...

Todo ello, y mucho más, era el reflejo por seguir siendo él mismo, por tratar de vivir con la mayor normalidad posible. Para ello, renunció a pocas cosas, porque creía que la vida vale la pena vivirla. No quería compasión. Quería amistad y amor. Por ello, él se sentía contento de sí mismo. Luchaba por no verse como alguien que tenía la muerte cerca, sino como una persona que seguía viviendo.

Para conseguirlo trabajaba, hacía planes de futuro, escribía sus crónicas en el periódico, daba sus cursos de baile, colaboraba con la galería de arte, viajaba, se compraba mucha ropa para mejorar su aspecto, iba con su moto. En pocas palabras, intentaba ser él mismo. Una persona que quería seguir viviendo, y a poder ser, lo mejor posible, en un contexto social realmente duro y difícil, y en un entorno personal de deterioro de sus fuerzas, de su cuerpo, de su mente…

Pero esta historia, a pesar de los esfuerzos que uno hace para recordar lo entrañable, estuvo llena de dolor y sufrimiento, y de elementos de marginalidad al ir a hacerse la analítica con el punto rojo en el papel o al recibir un tratamiento de forma claramente no confidencial en un hospital privado.

Y si tuvo hermosos momentos a recordar, fue posible gracias a su tesón y fuerza de voluntad (que ponía en muchos momentos los pelos de punta), junto al apoyo social que creo, le hizo "más fácil" la vida.

Está claro que no todas las historias contables son igual de tiernas, igual de fáciles, igual de bellas. Hay historias más insolidarias, más duras aún, más solitarias, más marginales, con despidos laborales, cierres de fronteras, boicot a profesionales y comerciantes, con vulneraciones a la confidencialidad de diagnósticos o analíticas, con aislamiento por vecinos y "amigos" e incluso familiares, o con manifestaciones de padres exigiendo la expulsión de un niño seropositivo de una escuela.

Algunas de ellas llenas de ignorancia, desinformación y prejuicios morales. Y si no queremos que la realidad sea trágica, luchemos en contra de la insolidaridad con los infectados y afectados, ayudemos a normalizar el condón en las relaciones, rompamos con los estigmas de que el sida es cosa de los homosexuales, o drogadictos, o atrevámonos a facilitar jeringuillas a los adictos a drogas por vía parenteral.

Un pequeño esfuerzo de todos puede ayudar a hacer más fácil la victoria a esa plaga médica y social.

Luchar contra el sida significa luchar contra el silencio, la crueldad que vemos a veces en la sociedad o la exclusión. Pero también conlleva cambiar hábitos, conductas e incluso ideas. Todo ello hará fácil la lucha por la vida.

Esta es una historia muy personal, una historia de hace ya más de 25 años y, sin embargo, una historia con presente, una historia que debería ayudar a una mejor atención de las personas con sida y a una mayor promoción de la salud y prevención de esta enfermedad crónica.

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