Si hay algo que nos caracteriza como pueblo es nuestra capacidad de sorprender con nuestro comportamiento colectivo no sólo a los demás, sino a nosotros mismos.
Cuando en una de estas se produce un apagón, va y se oscurece todo menos la sensatez con que afrontamos la contingencia lejos de las profecías de los agoreros que se apresuraban a delegar sus competencias y se frotaban las manos en previsión de que altercados o desmanes les pudieran dar munición contra el gobierno.
Por el contrario, ha sido más elevado el tono del disgusto de la gente por el retraso de los trenes. Quizá con razón porque lo vemos como algo que no debe convertirse en cotidiano y lo distinguimos de lo que es sobrevenido.
Durante la pandemia, solo unos cuantos locos privilegiados promovían caceroladas en los barrios de élite o proferían estupideces en las redes sociales, mientras la inmensa mayoría del país asumía responsablemente la situación excepcional; aplaudimos, merecidamente, al personal sanitario y de servicios esenciales, respetamos las normas y las distancias mientras salíamos a las ventanas para vernos y sentirnos cerca.
Podemos ser pasivos y hasta displicentes en la normalidad, pero ante la tragedia de la Dana, no nos faltaron manos para ofrecernos y dar. Por eso nos resulta tan miserable la actitud del que no supo estar y aún no sabemos en qué estuvo.
Por más que quieran difundir su mensaje, en esta tierra nuestra, los del “a por ellos” son muy poquitos, localizados y se les ve el plumero del aguilucho.
Podemos ser a la vez cofrades e irreverentes en materia religiosa, pensar de una manera y luego votar de otra, ser al mismo tiempo leales y críticos hasta la frustración. Incluso tenemos a quienes se declaran apolíticos pero partidistas. Y es que también somos más de mareas y oleaje que de organizarnos en política. Nos puede la curiosidad ante los datos confidenciales de los whatsapps, pero despreciamos a los confidentes, chivatos y delatores. Mantenemos una desconfianza ancestral frente a la justicia y aún hay quien se empeña en llevarlo todo a manos de los jueces para hacer política.
Para todo este modo de ser, no existe herramienta demoscópica capaz de componer un retrato itinerario, porque somos insumisos hasta en las encuestas como una forma personal de rebeldía.
El PP puede buscar alianzas y obtenerlas para cambiar el CIS, pero lo tiene más difícil para cambiar el componente sociológico de nuestro país que es así de diverso, plural y desconcertante.
Por eso se equivoca la derecha cuando confunde la Colonoscopia con la demoscopia y pretende hacernos creer que todo el país es como el muestrario que congregan en Colón. Pero resulta que no somos así por más que se afanen en amañar votos de pago y opiniones de alquiler. Resulta que somos más como el poema de Agustín García Calvo: Libre te quiero, ni de Dios ni de nadie, ni tuya siquiera.
A ratos puede parecer que la demagogia nos conduce a lugares extravagantes, indeseables, pero suele ser un camino de recorrido corto. Aunque, para decirlo todo, puede ser de fatales consecuencias por lo mucho que se puede destruir en poco tiempo.
Las organizaciones de la sociedad civil están aquí en el día a día, la fuerza organizada puede parecer escasa, puede que no se les dé relevancia en los titulares, pero la fraternidad se cultiva, la esperanza se alienta, las semillas germinan en la sombra y aún no se ha inventado la encuesta que pueda predecir el impulso creador que contiene la rebeldía.