Nací en un barrio tan distante del centro de Jerez -en la barriada de la Pita- que cuando los vecinos me veían salir con mi guitarra, extrañamente repeinado y con el rostro característico de aquellos aventureros del siglo XVI que descubrían nuevas tierras, me limitaba a responder: “Sí, voy pá Jeré”.

Ir a Jerez en aquellos años ochenta -para mí, un niño de diez años y de aquel barrio del extrarradio- suponía toda una experiencia..., aunque ésta se repitiera tres veces por semana y se limitara solamente a poner un pie en la Plaza de las Angustias -tras una hora larga en autobús- e ir como alma que lleva el diablo a la escuela de guitarra del Carbonero y Balao, después de recorrer la siempre triste calle Corredera y dejar atrás, en una solitaria esquina, el murmullo de la Parra Vieja.

A eso se limitaba Jerez en aquellos años donde me hacía guitarrista: a dos calles vertiginosamente andadas, a contadas y enfermizas incursiones en el ambulatorio del Arroyo y a la humareda otoñal que desprendía el puesto de castañas asadas que hacía desaparecer el águila de piedra de la Plaza de las Angustias.

Por esa sencilla razón me resulta extraño que esa sensación de recorrer o descubrir Jerez también se diera a varios kilómetros de la propia ciudad, sobre la arcilla de una interminable viña jerezana de la pedanía de Cuartillos..., que era donde mis padres tenían un pequeño huerto al que solíamos ir cada fin de semana.

No se me olvidará nunca el sonido de grillos, chicharras o lo que fuera..., que brotaba del viñedo cuando el sol comenzaba a caer sobre un Jerez que flotaba a lo lejos; tampoco olvidaré el calor que desprendían las viejas parras cuando me acercaba a cortar -nunca arrancar- uno de los pocos racimos de uva que habían quedado olvidados en la vendimia de la mañana; ni lo laborioso que era caminar sobre la arcilla reseca de un verano que ya comenzaba a olvidarse...

A eso se reducía Jerez para mí. No existía nada más. No sabía de alcaldías inagotables, ni de artistas rotos en un mundo donde la droga se imponía, ni del abandono de los viejos barrios o la demolición de los cascos bodegueros... Sólo alcanzaba a distinguir que aquel trozo de tierra albariza, lejos de todo e invadido por el silencio, también era Jerez; acaso igual o más importante que cualquier otro..., pero sin duda más eterno que uno de nosotros.

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