Soy quién soy gracias a los libros. He vivido tantas aventuras, he hecho tantos amigos... y sobre todo, he encontrado consuelo en ellos cuando ni yo misma sabía explicar qué es lo que me ocurría.

La primera vez que me leí un libro tenía seis años.  Fue Las Brujas de mi adorado Roald Dahl. Diecisiete años después aún sigo recordando el olor de sus páginas. La casi sacra sensación de rozar con las yemas de los dedos las amarillentas hojas del papel que me transportó —a mí, a una niña que no había viajado nunca— a lugares que sólo estaban al alcance de mi imaginación. Desde ese preciso instante, hubo un click en mi interior. Algo se desató, una vorágine, un hambre insaciable de historias, de personajes, de situaciones que a mí se me antojaban imposibles en mi cotidianidad.

A Dahl le siguió María Gripe, Gloria Fuertes, Jordi Sierra I Fabra... ya no podía parar. A los nueve me sabía de memoria mucho de los poemas de Rafael Alberti y a los catorce me leí un tomo de más de trescientas páginas en una sola noche porque acostarse sin saber el final no era una opción. Soy quién soy gracias a los libros. He vivido tantas aventuras, he hecho tantos amigos... y sobre todo, he encontrado consuelo en ellos cuando ni yo misma sabía explicar qué es lo que me ocurría.

Quizás es por eso que me da tanta tristeza cuando le pregunto a mis alumnos si ellos leen en casa y me responden que no. No pretendo con esto iniciar una contienda contra los avances tecnológicos, al igual que no es tampoco mi intención emprender una cruzada contra las consolas, los videojuegos o la televisión pero considero trascenderte hacer hincapié en que en pleno apogeo de los medios de comunicación y en el auge de la era de la "sobreestimulación" no le estamos inculcando a nuestros hijos uno de los hábitos más importantes y fundamentales ya no solo en su educación, sino también en su desarrollo como persona: leer.

Porque sí, a leer se enseña. Pero se enseña bien. No comprándoles el primer libro que vemos apto para su edad en una librería y mandándoles a leer como si de recoger su cuarto se tratara. A leer se enseña transmitiendo pasión, dando ejemplo. No podemos pretender que nuestros hijos lean si antes no leemos nosotros. Tenemos que rescatar el papel de trovadores, de contadores de historias para despertar en nuestros hijos la curiosidad, la adicción por querer conocer más.

Es fundamental saber respetar su papel como lectores. Dejar que sean ellos los que elijan qué libros prefieren y de qué temática. Leer un libro es una elección muy personal y deben ser ellos mismos los que se involucren en el proceso.

Es importante establecer también un vínculo con nuestros pequeños a la hora de coger un libro. Intentar dedicar unos diez o quince minutos cada noche a hacerlo con ellos, a que entiendan esos pequeños ratos como un momento de conexión única y especial. Yo todavía recuerdo las risas mías y de mi madre leyendo las aventuras y desventuras de Charlie con su fábrica de chocolate.

Por último a nivel educativo las consecuencias de no establecer un hábito con los libros son nefastas. Se empobrece la expresión tanto oral como escrita, se reduce el léxico y se ataca directamente a la comprensión lectora, que es desde mi punto de vista la llave de todas las ciencias.

La clave reside en saber encontrar un equilibrio. Debemos ser capaces de encontrar un hueco para los cuentos, para las historias, igual que se lo hacemos a las actividades extraescolares, a los ratos con los amigos en el parque o a la consola. Además, leer, sólo tiene ventajas. Es una manera fácil, barata y segura de viajar a lugares con los que ni siquiera puedes imaginar soñar. Sería injusto negarles eso a nuestros hijos, ¿verdad?

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