¿Cuántas veces habremos deseado estar en cualquier otro lugar? Es lo que creo que siente la reina Letizia cada vez que la enfocan en un acto protocolario. Estoy convencida de que es también lo que experimenta un decano ante la tercera ronda consecutiva de graduaciones en la misma tarde veraniega. O un profesor ante el enésimo examen oral al que somete a los alumnos. Cualquiera que encontremos en la sala de espera de un hospital desearía no estar ahí. Ocurre lo mismo con los tanatorios. Para algunos, esa ubicación que quisieran abandonar a toda prisa es un estadio de fútbol, un aula, un centro comercial o una biblioteca. La hostilidad va por barrios.
Para unos pocos —los más analógicos—, el lugar menos deseado para habitar es una red social. No son capaces de permanecer en ella más de unos minutos porque no hallan el cómo ni sobre todo el para qué. Hoy en día, hasta los más apocalípticos deben sucumbir a cierto grado de presencia en la virtualidad. Por muy indeseada que esta sea. Pero ahora por fin hemos conquistado una pequeña gran batalla de la que no sé si aún habrán oído hablar: al fin podremos decidir si pertenecer o no a un grupo de Whatsapp. Lo han leído bien; este pequeño paso para el homo sapiens pero significativo para la privacidad se propone cambiarnos la vida. Por lo visto, ahora va a ser necesario que aceptemos una invitación para formar parte de una de estas microcomunidades que se crean para cualquier cosa. Y especialmente para nada.
No van a poder meternos por defecto en el grupo del partido de pádel en martes alternos a las siete y cuarto; no vamos a aparecer de pronto rodeados de usuarios de la Thermomix que nos ilustran sin habérselo pedido con sus últimas recetas; no tendremos por qué formar parte del grupo que organiza —o desorganiza— la despedida de soltera de nuestra vecina de abajo. ¿O sí? ¿Será suficiente con este gesto para poder desprendernos de ese sentimiento tan humano como grotesco que nos empuja a estar allí donde no queremos estar?
Y es que aunque resulte contraproducente, el pudor o el deseo de agradar nos impulsan a introducirnos en los entornos hostiles. Es todo un hecho. Por eso aceptamos aportar un emoticono sonriente a los chistes malos en cadena de nuestros compañeros de trabajo para que ellos imaginen que no cabemos en sí de algarabía mientras nuestro rictus permanece impertérrito. Por eso comentamos con sorpresa la milésima fotografía del bebé de nuestro amigo del instituto, aunque todas sean iguales. Por eso no abandonamos el entorno repleto de gifs y memes de nuestros contactos milenials por mucho que nos saturen la memoria del móvil y la paciencia analógica.
Hay una especie de dolor exquisito en esto de visitar un lugar indeseable. Yo tiendo a pensar que ese paso por los espacios que no nos gustan nos hace más fuertes. Nos permite sentirnos con la satisfacción del deber cumplido y, por lo tanto, disfrutar un poco mejor de los momentos de relax. O puede ser que incluso disfrutemos de esos hábitats endemoniados de una manera similar a la que experimentan los sadomasoquistas cuando los hacen sufrir. Puede que sea la superioridad que nos proporciona el sentirnos invitados, aunque como dijera el gran Groucho, jamás perteneceríamos a un club que quisiera admitirnos.Vamos a tener que dejar de pensar en ello, así que quizás sea buena idea invitarles a un grupo de Whatsapp y lo discutimos.
Comentarios