El gaditano yace donde le dejan (25 años de Quiñones)

No pudo ver realizado su sueño humanista de una ciudad mancomunada en la Bahía

JOSE PETTENGHI ARTICULO

Biólogo y profesor.

Fernando Quiñones, en una pintura.
Fernando Quiñones, en una pintura.

El tiempo pasa de una forma sádica, pero en realidad el tiempo no existe. El tiempo solo es historia y su comitiva de personas que ríen, lloran, padecen y cantan, con su saco a cuestas lleno de dichas y miserias. Arriba, eternas, las nubes desflecadas pasan desde siempre y en ocasiones la lluvia benéfica hermosea los campos. Eso es el tiempo, y lo troceamos en años para entenderlo mejor.

Este año, en lugar preferente de esa comitiva debe ir Fernando Quiñones, pues se cumplen 25 años de su muerte. Perdió la Literatura y perdió Cádiz.

Porque Cádiz necesitaba a aquel tipo incómodo, a aquel testigo tan poco complaciente que no se achantó ante la vida y que le cantó las cuarenta al poderoso de cuello duro y rostro aún más duro. A Cádiz le falta quien se hizo escritor por un puro sentido de justicia y que se colocó más allá de corbateos, fastos y honores falsunos. Y también a salvo de la vanidad, versión cutre del mérito legítimo de todo escritor. Quiñones vivió su vida sin prosopopeya alguna, en una sencillez tranquila que le permitió opinar. Y vaya si opinó. Si Cádiz, decía, en vez de gastar la energía que emplea en fiestas locales (no especifico por precaución), lo hiciera en favorecerla de verdad, otro gallo nos cantaría.

No pudo ver realizado su sueño humanista de una ciudad mancomunada en la Bahía, denunció el disparate de llevarse la Universidad a las marismas palúdicas de Río San Pedro y evitó siempre la halitosis cateta, esa que dice que el gaditano nace donde le da la gana. Más bien, añado yo, el gaditano yace donde le dejan.

Pero no se olvide que Quiñones era escritor, y leer a un escritor es el más alto reconocimiento que se le puede ofrecer. Da igual que queden pedestales libres en la ciudad, recordar a Quiñones es leer su obra, estudiarla y divulgarla. Traer a cuenta hoy su ‘gaditanía’, concepto de aroma paleto, su afición a La Caleta o sus anécdotas, está bien pero no pasa de ser bisutería verbenera para el lucimiento popular. Esa megafonía de tómbola no favorece su figura literaria, más bien la abarata.

Fiel a sí mismo, Fernando Quiñones se fue y no había coches de caballo ni era por mayo. Pero allá arriba las nubes pasaban apresuradas.

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