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Es indiscutible que hay personas a las que les molesta mi presencia en este, su país.

Llegué a Londres el mismo día de las elecciones generales, donde el Partido Laborista en auge se enfrentaba al Conservador (partidario del Brexit y con tintes xenófobos en su programa). El partido de Theresa May ganó con 318 escaños, insuficientes para presidir. Por su parte, el socialdemócrata Jeremy Corbyn, si reunía fuerzas con otros partidos de izquierda, podría gobernar en coalición. No me siento tan lejos de casa.

Mi nuevo barrio está lleno de carteles que rezan “Vote for Labory” por cada esquina. Un día después de mi llegada, se realizaba el homenaje en honor al chico español asesinado en el último ataque terrorista en la ciudad. Por unos días, lxs españolxs somos auténticxs héroes y heroínas por aquí. Y, ni si quiera todo eso, me ha impedido sentir la hostilidad.

Cuando voy por la calle hablando por teléfono o mandando un mensaje de voz a la gente a la que echo de menos, señoras mayores se giran para mirarme con desprecio por encima del hombro y ancianos me miran con expresiones de asco. Aún no he tenido ningún tipo de confrontación directa, pero es indiscutible que hay personas a las que les molesta mi presencia en este, su país. He aprendido a evitar el español, sobre todo, si estoy sola. Si tengo que usarlo irremediablemente, lo hago bajito… disimulando. En esos momentos, no hago más que pensar en cómo se disimula un color de piel que “el primer mundo” rechaza, cómo se disimula una orientación sexual, cómo se disimulan unos signos religiosos o una fe, cómo se disimula una diversidad funcional…

Pero, por fortuna, como pasa en todos sitios, no todas las personas son iguales. También hay mujeres y hombres, chicos y chicas jóvenes, que se me han acercado para preguntarme si todo iba bien, si me había perdido, si necesitaba algo o si estaba sola. Quizás sea porque aquí todo el mundo piensa que soy menor de edad y me ven indefensa. Quizás, simplemente, porque soy mujer. Quizás, no sé, sea por todo eso de la “caballerosidad” británica. Aunque esta última teoría se me desmorona cuando pienso en los gritos que me lanzan desde los camiones, las caras de obscenidad y los besos que me tiran los obreros desde la otra acera. Por lo visto, el acoso callejero es tan global, que ni la elegancia británica de té y pastas se libra.

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