Franco, Hitler y Mussolini.
Franco, Hitler y Mussolini.

Yo no sé cómo se llegan a entramar nuestras convicciones. Las que sean. Cada uno llega a amueblar su cabeza con sus propios trastos mentales y así salimos de izquierdas, de derechas, de arriba, de abajo, ácidos, insípidos, volubles, activistas, negacionistas, cansados de todo, dispuestos a todo…

No sé, supongo que para alcanzar las convicciones de cada cual algo habrá tenido que ver las lecturas medio aprendidas a lo largo de la vida, las vivencias que te dejan cicatrices, los ejemplos que te regalan tipos ejemplares o tipos impresentables, lo que te gritan esos que piensan que la razón es directamente proporcional al volumen de la voz, lo que te susurran los que te aman, lo que silencian cuando apareces de súbito, las mentiras y las verdades que te cuentan, las medias mentiras y las medias verdades que te insinúan, las decepciones de tus referentes, las pertenencias a un grupo o al contrario, la identidad que te entregan sin saber tú qué cosa es esa patria inventada, etc., etc., etc.

Sea como sea, al final cada uno alcanza a tener sus propias convicciones, su propio conjunto de ideas y valores con los que sintonizar o confrontar con los otros. Nuestras convicciones nos relacionan inevitablemente con el mundo y con sus vecinos... el problema surge cuando la confrontación pasa de las ideas a los hechos físicos… y estoy pensando en los sobres con balas o navajas enviadas durante la campaña electoral de Madrid, en abril de 2021.

Cuento esto porque llevo todo el tiempo de la pandemia releyendo numerosos documentos que no utilicé para escribir un libro anterior (República, alzamiento y represión en San Fernando). Son textos periodísticos de 1936, de cuando en San Fernando (Cádiz), militares y fascistas, arropados por la Iglesia, habían vencido a la II República española... es decir, cuando aquí ya no se confrontaban ideas o valores y se iba directamente a los hechos consumados, o sea, a matar hombres que tenían otras ideas y otros valores. En ese momento, gentes con convicciones fascistas estaban eliminando a gentes con convicciones republicanas... y lo justificaban con ideas que acabaron siendo buenas ideas. Era cuestión de insistir un poco con ellas y, al mismo tiempo, eliminar cualquier otra idea que quedara suelta por ahí. Fácil, es lo que hace cualquier tiranía si quiere sobrevivir: eliminar ideas a las bravas, quemando los libros que las propagan o poniendo balas en las cabezas que las desarrollan. Siempre se ha hecho así, ¿no?

Y mientras leía esos documentos, se inicia la campaña electoral por el gobierno de la Comunidad de Madrid. El torrente dialéctico se eleva hasta el grado de confrontación brusca y alcanza el nivel de intolerable. Y las mentiras y las medias verdades campean a sus anchas en boca de casi todos los candidatos, en los medios de comunicación y en las redes sociales. Y el fascismo del siglo XXI (el fascismo de Vox, digo, y el de los filofascistas que conviven en el PP con total impunidad), ese fascismo que entiende, justifica y se identifica con aquel otro que sigue impreso en los documentos del siglo XX —y en la memoria de los nietos de sus víctimas como un asunto aún inconcluso—, ese fascismo que se alimenta de lo más primario que vive en los desesperados, crece como un gusano en una manzana... ¡otra jodida vez estamos en las mismas, coño!

Sí... hay muchas ideas y muchas convicciones, la mayoría respetables, aunque no nos gusten. Pero desgraciadamente no todas son respetables (aunque les guste a algunos). Hay convicciones básicas que son piedras de toque sobre las que construir una sociedad razonable. Son ideas que todos deberíamos aceptar como universales e inapelables. La íntima convicción de que todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros... eso debería ser de obligado cumplimiento, algo inherente al ser humano, una condición sine qua non, una idea fundamental sobre la que modelar a cualquier homo sapiens que quiera ser verdaderamente humano... y si hubiese supremacistas de cualquier tipo (y estoy señalando a los que vuelven a pensar que los maricones merecen palizas o que son enfermos, que los extraños a tu comunidad son delincuentes, que los pobres son despreciables y merecen su pobreza, que sus cojones son más importantes que los ovarios de cualquier mujer… a todos esos odiadores de lo distinto) esos supremacistas, digo, deben aceptar las normas básicas de los seres civilizados o no caben en la decencia. Pero ¿cómo puñetas convencemos a estos sujetos?

No tengo ni idea… la mayor parte del tiempo me parece que no hablamos con los mismos parámetros lingüísticos y así es imposible comunicarse. Solo se me ocurre que convendría separar las cosas. Por mucho que nos lo pida el hígado, combatir las ideas no es combatir a la persona que las difunde. Quiero creer que la persona es muchísimo más que la mala idea que expresa… y también quiero creer que somos capaces de no convertirnos en la idea que difundimos. Si eso ocurre, cualquier ataque a la idea se convierte en un ataque a la persona… entonces estaremos perdidos en el borde del precipicio.

Sé que es difícil separar una idea despreciable del sujeto que la defiende (y servidor es el primero que no lo consigue, conste), pero ya lo hicimos una vez, en ese caso aprendimos a odiar el delito y compadecer al delincuente. Puede que combatir las ideas y dejar en paz al que las dice sea un camino para mantenernos en el cauce de la civilización. Tal vez… por eso deberíamos intentarlo.

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Comentarios (1)

Joaquín Hace 2 años
Totalmente de acuerdo, Milán.
Milan Hace 2 años
UN abrazo, viejo amigo!!!
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