Estaría yo en la última fila del patio de butacas. No sé. Sí recuerdo que la escena me quedaba realmente lejos, tanto que el ochentero bigote de mi padre apenas podía apreciarse desde donde me encontraba, y que cientos de cabezas se agitaban, sin orden ni control, sobre el murmullo típico de los teatritos de pueblo.

Es lo único que recuerdo del teatro Villamarta antes de que lo cerraran por primera vez: esa escena muda de carnaval y a gente comiendo garrapiñadas y pipas de calabaza a mi lado. Creo recordar también a un vendedor de golosinas con su característico atuendo anunciando su mercancía aunque no dudo de que pueda ser una jugarreta de mi memoria.

Lo que sí sé es que desde aquel fatídico año del ochenta y seis tuvimos y tuve que renunciar a esas compañías teatrales representando a Lorca, a esas orquestas sinfónicas de la vieja Europa interpretando obras de Vivaldi, Bach o del mismo Malher, a las sorprendentes puestas en escenas de las óperas italianas o a la posibilidad de abrirme las tripas con una Zaranda que por aquel entonces empezaba a despuntar. O sea, tuve que acostumbrarme y amoldarme a la Nada.

Porque Nada es lo que tocó desde aquel rótulo de cine porno que quedó colgando, en grotesco equilibrio, para recordarnos lo que se nos venía encima. Aquel cierre, sin ir más lejos, condenó mi adolescencia a ridículas películas de Tortugas Ninja y de Rambos americanos en el cine Lealas, a no saber qué era una ópera hasta que mi hermana se hizo con su colección de Deutsche Grammophon y a limitarnos al flamenco casero de sota, caballo y rey que ofrecían las peñas.

Aquel cierre nos llevó a regresar al medievo, a perder años y años de distancia en esta carrera en la que pugnan las llamadas tierras del flamenco, años que no volverán y en los que los artistas jerezanos, a falta de su teatro, arrastraban su arte en los sucios llanos del Hontoria. Jerez, sin su referente cultural, adelantó la llegada de la llamada generación nini ya que en esos años no sabíamos dónde ir y a la gran mayoría se les negó la oportunidad, como mal menor, de alimentar la curiosidad por lo artístico. Mucho Macdonalds en Los Cisnes y grandes centros comerciales en los campos del Sur pero nada de Tosca, ni de Paco de Lucía, ni Quevedo. Jerez vivía en la Prehistoria. Mucho pan... pero ni siquiera circo. Y los jóvenes guitarristas, como yo en aquellos ochenta, soñando con tocar un día en las tablas de aquel teatro que, por miserias del hombre y del destino, se estaban pudriendo en la oscuridad.

Pero un día el coloso abrió sus puertas y se hizo la luz, y muchos supieron quién era Krauss y lo que era una zarzuela y cómo arde en el pecho el Requiem de Mozart y conocieron de primera mano el timbre del cantaor que todos llamaban Chocolate y la tragedia del payaso de Leoncavallo.

Hoy sabemos que el Teatro no cerrará -de momento- sus puertas y que los artistas volverán a andar sobre su escenario, que los técnicos seguirán con su labor y el público retornará a sus butacas para alimentarse del único sustento que es capaz de ofrecer el ser humano: el arte. Pero tenemos que sacar conclusiones para un futuro que siempre vendrá y se arrojará sobre nosotros y la más fundamental es que no se puede sacar tajada -por uno y demás bandos- del arte. Sólo cabe defenderlo y proyectarlo, y para ello hay que olvidarse del color de los partidos, del beneficio propio y de las lágrimas de cocodrilo. Sólo cabe defenderlo -honradamente- como a un plato de comida para los hijos.

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