Una ilustración de Miguel Parra.
Una ilustración de Miguel Parra.

Este anglicismo podría hacer pensar que estamos hablando de un fenómeno nuevo, pero en realidad no es así: las noticias falsas, los bulos y los rumores son prácticas del lenguaje tan viejas como el lenguaje mismo y tan rancias como nuestros instintos para obtener un beneficio manipulando a los demás.

Hoy en día, con la multiplicación de las plataformas de información a través de dispositivos informáticos, parece cada vez más complicado diferenciar lo falso falso de lo verdaderamente falso tanto como distinguir la verdad falsa (la posverdad) de la verdad verdadera. Pero en realidad nunca fue fácil hacerlo, con o sin internet, debido a lo mutable que es la relación entre las palabras y las cosas, como bien nos enseñó Foucault.

Cambian las verdades como cambian las formas de engañar, pero las mentiras no son tan nuevas como lo parecen: engañamos en cuestiones de salud, de seguridad y de política. Se miente sobre el otro, sobre el que procede de otra religión, de otro país, de otra cultura, de otra clase social, de otro género, de otra orientación sexual. Después de todo, las fake news se sustentan sobre los mismos arquetipos y estereotipos que construyeron nuestros mitos y leyendas fundacionales.

Tampoco cambian las intenciones a la hora de fingir y simular verdades. Mentimos por interés político, para desprestigiar a enemigos o rivales; o por interés económico, para captar consumidores; o también por interés social, para ganar amigos con un determinado fin, a veces simplemente para hacer reír.

Siempre se miente para obtener un provecho personal o, de lo contrario, como decía Rousseau, ya no se trataría de mentiras sino de ficción. En cualquier caso, fingir no es necesariamente un acto criminal. Los discursos sobre las fake news apuntan sin embargo a eso: a un crimen (social y ontológico, en sentido kantiano) que merece ser perseguido y castigado.

Parece como si, de pronto, el mundo se hubiese llenado de falsos testigos, de estafadores y de perros ladradores. Personalmente lo dudo. Y opino que no es aconsejable alimentar tal creencia, que a fin de cuentas banaliza la verdad y no sirve sino a la creación de un clima de desconfianza entre ciudadanos, así como de recelo contra los nuevos medios de información, favoreciendo, en última instancia, el retorno del monopolio sobre la verdad a las manos de esos pocos medios que están autorizados y legitimados por el poder dominante. Al final, la verdad verdadera siempre queda fuera.

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