En caso de que pudieran formar gobierno... sólo confiaría en los artistas. No en aquellos artistuchos de pacotilla que persigan monumentos de titanio; no en artistas de dólar y primera plana; ni en esos viciosos y viciados de seseo articulados al movimiento de unas caderas... No en esos artistas sin ojeras ni hambre.
El arte, como refugio de los más nobles y puros sentimientos, es por tanto (ya lo decía Nietzsche) el rostro de la sensibilidad, la pasión y lo más profundo del ser humano otorgándoles a sus soñadores -esos artistas que nacen para serlo o entregan su destino y suerte al vaivén de las modas- el don de encontrar placer en la creación y el instante. En mi humilde experiencia puedo arriesgarme a decir que no hay para un artista momento más feliz que el de la creación, el ensayo o el lienzo vacío.
Liberado de las cadenas del qué dirán -aunque muchos no podrán nunca desatarse del poder invisible del crítico- y liberado del mañana programado..., el pintor, el filósofo o el músico entregará lo mejor de sí mismo a una sociedad ávida de verdad y de pureza, a una sociedad-manada donde lo establecido y lo uniformado se hace sitio a pasos agigantados como las viejas columnas de soldados de añejos imperios arrasaron en su día con el saber de medio planeta..., encaminándolo todo a una misma idea teñida de progreso, que todavía hoy no sabemos qué quiere decirnos ni dónde quiere llevarnos.
El artista, tal vez consuma toda una vida para encontrar esa forma de proclamar su idea, pero sabe lo que quiere anunciar, esa verdad suprema que raya y persigue lo divino y que paradójicamente arrincona a Dios al muro de una iglesia o al título de una sinfonía al exaltar el prodigio del hombre por encima de la oscuridad y la superstición. Es cierto que el artista que estuvo sujeto al mecenazgo de la Iglesia, a la subvención del Estado (un Dios moderno creado a imagen y semejanza de los dictadores) jamás pudo ni podrá dejarlo de lado, pero aquel que quiera fervorosamente conservar su libertad de pensamiento tendrá siempre la oportunidad ya que el verdadero artista no tiene miedo de nada, como sucede con los niños hasta que les enseñamos los desastres del ser humano.
Y no caigamos en el error de recluir el arte a una mera cuestión técnica o práctica. El arte también reside en las cosas más sencillas, en las más importantes: en saber escuchar, en contar historias y querer transmitirlas a través de los años, en mezclar, en la contemplación y no en el autismo y la inopia.
Creo en los artistas de igual forma que no confío en los tecnócratas, esclavos del resultado y ansiosos del latifundio. Creo en los artistas a pesar de sus vértigos, su precipitación, su dichosa necesidad de ausencia, sus sueños de grandeza y esos miedos propios de los insectos, como ese legítimo pánico de morir aplastado -como una simple cucaracha- por el peso de la rutina y la más infame de las desidias hacia el otro y hacia uno mismo.
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