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Solamente el verano es capaz de despertar ese músculo inquieto que es el cerebro hasta hacerlo circundar, con total habilidad, el universo de la estupidez. Quizá por exceso de tiempo o quizá por ausencia de la metódica rutina laboral, el caso es que las ideas más peregrinas suelen aflorar en una mente ociosa, temerariamente ociosa. Del mismo modo que las mejores canciones son producto de un alma atormentada o que el desamor inspira los más atinados poemas, el frío acompaña al intelecto, o lo que es lo mismo: el verano no se hizo para pensar. Tal vez siendo presa de esa insana costumbre —la de pensar en verano, aunque de forma conscientemente improductiva—, he reparado en un parecido razonable tan descabellado como estimulante; tanto es así que no me resisto a compartirlo.

¿Han reparado alguna vez en lo mucho que se parece el período estival al juego del dominó? Más allá del hecho de que su práctica pueda resultar procedente para paliar los entremeses de toalla entre la hora del bocadillo y la del bizcocho vespertino, el nexo propuesto camina por otro sendero. La evolución de una partida de dominó acaba pareciéndose bastante al devenir cíclico de la etapa más calurosa del año. Su vuelta recurrente tras los coletazos de la primavera nos depara sin embargo un futuro incierto, y nos coge tan por sorpresa como las fichas que nos han tocado en suerte para la próxima disputa.

Cuando se es pequeño, el verano está presidido por el bullicio, se aspira a rodearse de congéneres similares (también llamados “compis”, “amigos” o “¡eh, tú!”, dependiendo del grado de azote de la pubertad) con los que hacer gansadas en pandilla numerosa —¿quién está libre de haber jugado a ser el mismo que muchos otros en la adolescencia?—. Esas grandes sumas de colegas de estación, tal y como Verano Azul nos las enseñó, componen entonces el centro de nuestro universo, al igual que la ficha del seis doble preside siempre el centro de la mesa donde se libra la partida. Y es en ese momento de apertura del juego, vital y azaroso, cuando nos sentimos uno de esos puntos negros de la reluciente ficha de marfil, acomodados en la masa que nos acoge y nos refleja. Caminamos pertrechados de once escuderos (que bien podrían ser también peones de ajedrez a vista de pájaro) que impiden que nos sintamos fuera de onda, y nos dedicamos a seguir sus pasos (y ellos los nuestros) como si efectivamente no pudiéramos despegarnos de una misma ficha, de un mismo pedazo de suelo.

Al comienzo de una partida, el que cuenta con un seis doble es afortunado. Habitualmente, con el paso del tiempo y también con el discurrir de las jugadas, uno descubre que hizo bien deshaciéndose de la ficha más pesada al inicio, aunque a esta la hayan proseguido sobre el tablero numerosas compañías similares: el seis-cinco, el seis-cuatro… cada jugador va exponiendo las fichas más altas y se siente cómodo dejándolas marchar, pues tampoco encuentra la manera de o el motivo para no hacerlo.

Los veranos, con el paso del tiempo, van necesitando menos compañía itinerante. Es curioso cómo, tanto en el dominó como en el descanso estival, preferimos con los años rodear nuestra partida de sumas más pequeñas. Algunos ansiamos huir del juego alto, que se hacinen las fichas más concurridas con otras de elevado valor y reservar la esencia del momento a las cifras mínimas: una pareja, un hijo quizás —o no—, la visita ocasional de un amigo de invierno, otoño o primavera… nada que exceda al núcleo íntimo si lo que se desea en mantener una costosa privacidad, un juego a la baja.

Lamentablemente para el interés propio, son más jugadores los que dominan la mesa y hemos de compartir con ellos el escueto trozo de arena, las colas de todo tipo, los atascos y aglomeraciones… y el verano. Por eso, aunque la pretensión sea, llegado el momento, jugar a la baja y cerrar a dos, es probable que aparezca a pocos centímetros un seis doble pertrechado de seis sombrillas dobles, seis toallas dobles y seis fiambreras dobles para gritar doblemente junto a nuestros oídos la canción de moda que acompañó al cubata doble del chiringuito de la noche anterior. Y como en una partida, cuando aparece un seis doble bien entrado el juego, no queda otra que intentar pasar… al verano siguiente.

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