El reto de la desmovilización social y política

Sebastián Chilla.

Jerez, 1992. Graduado en Historia por la Universidad de Sevilla. Máster de Profesorado en la Universidad de Granada. Periodista. Cuento historias y junto letras en lavozdelsur.es desde 2015. 

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Tras un breve periodo en el que se sucedieron auténticos fenómenos sociales como el 15M o las Marchas de la Dignidad del 22M y se agitó la indignación política, forjando un denso tejido asociativo, todo vuelve a la calma.

Es la pescadilla que se muerde la cola. La movilización social hace mucho tiempo que dejó de ser de masas, tal y como se desea e intenta fomentar especialmente desde la izquierda política. Es más, gran parte de la ciudadanía ve las manifestaciones populares y a sus protagonistas como algo ajeno a su vida cotidiana. ¿Qué estamos haciendo tan mal?

En la coyuntura actual, con más de 13 millones de personas en riesgo de pobreza y exclusión en España, según el indicador Arope (At-Risk-Of Poverty and Exclusion), sería lógico que el clima de indignación fuera in crescendo y no de crescendo como, sin embargo, está ocurriendo en estos últimos años. Tras un breve periodo en el que se sucedieron auténticos fenómenos sociales como el 15M o las Marchas de la Dignidad del 22M y se agitó la indignación política, forjando un denso tejido asociativo, todo vuelve a la calma. La calma de los poderosos o de los mercados, aquellos que hace unos años nos vacilaban constantemente con “su prima de riesgo”. Y aún con ello, hay que reconocer que ni por asomo las reivindicaciones sociales de esos años fueron tan multitudinarias como las que ocurrieron en época de nuestros padres —o abuelos y bisabuelos, si se me permite—. Ciertas opiniones achacan esta realidad al miedo, otras a la desinformación y algunas incluso a “que la cosa no está tan mal”; de una forma u otra, nadie encuentra la fórmula para poner remedio a esta poca implicación en la vida social y política de la mayor parte de la sociedad. En mi opinión, me sitúo con los que creen que la causa de este mal es el hastío junto a otros factores que irremediablemente complican aún más la situación: el individualismo y la incredulidad intrínseca a la forma de pensamiento que caracteriza el posmodernismo. Es decir, la negación de todo cuestionamiento incluso la negación de lo que se cuestiona sin cuestionarse. De esa forma se explica la indiferencia ante la corrupción política —todos son iguales—, la situación económica —no depende de nosotros— o la pasividad en la integración de unos movimientos sociales cada vez menos populosos —no sirve de nada—.

Frente a esta dinámica no sólo hay que construir una alternativa social y política, como ya se ha intentado, sino elaborar un plan de actuación. El reto es claro: movilizar e implicar a la ciudadanía en la sociedad y en la política. Pero no en la política de salón ni en la meramente electoralista o discursiva sino en la que concierne a la acción. De todos nosotros, especialmente los que nos sentimos en menor o mayor parte implicados en alguna asociación o algún colectivo —tan mermados en la actualidad incluso más allá del propio terreno político— es tarea encontrar el camino adecuado para tal fin. Y más nos vale tener presente, que parece que frecuentemente se nos olvida, que no se puede empezar la casa por el tejado. Si no reformulamos, me temo, que todo el esfuerzo es y será en vano.

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