El puente del trampantojo

El puente del trampantojo acaba de terminar. Cada uno a su jaula, de nuevo. Pero el malestar sigue, crece.

La Inmaculada Concepción, en un cuadro de Bartolomé Esteban Murillo.
La Inmaculada Concepción, en un cuadro de Bartolomé Esteban Murillo.

Ha sido el puente del trampantojo, que permite a tantos españoles viajar unos días y llenar Salzburgo o Múnich con sus voces. El puente del doble trampantojo, el de la Constitución y el de la Inmaculada Concepción. A quienes crean en todo eso nada que oponer. El mundo de las creencias no es discutible y cada quien cree en lo que le da la gana, siempre que quede claro que el resto podemos no creer todo eso por nuestra gana igualmente.

Se trata de dogmas. La concepción inmaculada de María, que no tiene que ver con su virginidad sino con que el acto sexual de sus padres quedó limpio, y sin pecado original para María por obra del Espíritu Santo, quedó cerrada en el último dogma de Roma, en 1854, antes de ayer, con una bula llamada Dios inefable. No se podía permitir que Jesús, nacido hombre, fuera un hombre sin embargo, así que su madre concebida mujer lo fue solo un poco y no como todas las demás.

La cosa venía de atrás, lo de que María tenía que ser la más pura, intocada, intocable, nacida de una campana del vidrio del Padre Astete que soporta el rayo y todo lo demás. Después María nos sería presentada como el ejemplo de la mujer y su dignificación. Una mujer de otro mundo y, claro, bajo el dominio y administración de los hombres, los que construyen a dios y firman los dogmas. Parecidos hombres a los que se batían en duelo a espada por la calle si a la pregunta “¿Quién es la razón de nuestra alegría?” el encontrado no respondía “nuestra inmaculada virgen María”. Todos estos asaltos de fe terminaron en un dogma a mediados del siglo XIX. Un elemento más, ese dogma, que señalaba la decadencia que terminó explotando con la Secesión Vienesa y el Modernismo, que no solo fue un movimiento plástico sino de todos los espacios de las artes y los saberes.

Dogma devino igualmente la Constitución de 1978, ejemplo universal de exquisitez, admiración humana e intocable realidad. Irreformable, como cualquier dogma, pues la revocación constitucional exige la mayoría de 2/3 de las Cortes Generales, lo que para los constitucionalistas expertos resulta una posibilidad extremadamente rígida de reforma, casi imposible teniendo en cuenta que las derechas franquistas siguen encastilladas en la constitución que nació para que todo cambiara sin que cambiara nada de lo fundamental. A la vista está que los hijos y nietos políticos del franquismo son hoy los más exaltados constitucionalistas, capaces de batirse a espada, incluso al grito de “a por ellos”, en nombre de su recién descubierta fe constitucional. No se debe olvidad que la Alianza Popular de Fraga Iribarne tuvo su propio ruido de sables respecto a la votación del texto Constitucional en el Congreso. Las dos únicas reformas han sido el derecho a voto de los extranjeros residentes en las municipales, por imperativo de la Unión Europea, y el famoso artículo 135, que favorecía el austericidio y beneficiaba a la banca.

El dogma de la concepción de María es un asunto que, sobre todo, es un largo puente para muchos, pero sigue afectando cultural y moralmente a no pocas personas en toda España. El machismo y el patriarcado encuentran una justificación escondida en ese dogma. El himno chileno feminista contra los violadores ataca el concepto y las consecuencias de ese dogma. Igualmente es Chile quien ahora mismo descubre y exige la imperiosa necesidad de una reforma constitucional contra el atado y bien atado de la dictadura de Augusto Pinochet. Ellos por sus circunstancias; España por las suyas propias, algunas de las cuales se revelan comunes con las de los chilenos: ponerle coto al capitalismo deshumano que impide derechos básicos para la vida a millones de personas.

El puente del trampantojo acaba de terminar. Cada uno a su jaula, de nuevo. Pero el malestar sigue, crece. Las masas más miedosas sujetan al progreso. Las élites más progresistas no terminan de liderar el cambio. Es la crisis: lo nuevo no termina de nacer; lo moribundo no termina de morir. Y a pesar de todo, España se sitúa ante su propio destino y parece querer abrazarlo, parafraseando a Ortega y Gasset, al concebir un pacto de legislatura y una coalición de Gobierno sin demasiadas purezas ni mentiras.

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