La Transición fue el proceso de una dictadura obligada a reinventarse, pero con el poder suficiente para controlar el invento. Los cambios nos parecen, hoy todavía, copernicanos, pero el control fue terrible, resumido en aquel todo bien atado. Las estructuras en España tenían enorme solidez, sobre todo en la judicatura, cuyos herederos y sus estructuras siguen mucho más vivas de lo que muchøs puedan creer.
La Transición se diseñó a sí misma como un bipartidismo basado en el turno, hoy tú, mañana yo, que se fue desdibujando a partir del aznarismo, en el que se estableció sin mayor pudor la idea, desde las derechas, que todo gobierno que no fuera del PP no sería legítimo. Hoy le hacen el coro las dos derechas nuevas y nacidas de los pechos del PP. Hoy la sociedad española ha roto sus costuras y se muestra plural y diversa. Por un momento, la sociedad ha salido de su prisión de uniformidad y ya no es tan predecible ni aburrida.
La Transición tuvo, además, el mejor marketing político posible. Una Europa, pagada de sí misma y llena de prejuicios hacia España, se debatía entre la superioridad de unos y el asombro, entre ingenuo y fascinado, de otros: los españoles no iban a repetir la imagen de la pintura de Goya. Seguirían siendo el sol y la playa, también.
Hoy vemos, sin embargo, las enormes carencias de aquella transición, y las vemos, no tanto para lanzarnos contra ella al grito de la venganza, sino porque nos damos cuenta de que aquella Transición no tiene atrapados en unas estructuras de muy difícil o casi imposible cambio, empezando porque la reforma constitucional es enormemente rígida, lo que en realidad era el atado y bien atado. Esa estructuras hacen imposible cosas tan básicas para el funcionamiento legal del país como la renovación del Consejo General del Poder Judicial que actúa en funciones y nombrando jueces y magistrados que seguirán controlando durante décadas el funcionamiento de la Justicia, aun cuando la sociedad haya vuelto a cambiar. En esto vemos, también, que los herederos de aquella dictadura, metidos de lleno en hacer la Transición, no aspiraban a grandes cambios sociales, sino a un cambio sobre todo cosmético.
Hoy, una buena parte de la sociedad, la urbana y mejor formada seguramente, pero también una gran parte de la sociedad agraria y rural, desea cambios estructurales que las viejas elites impiden gracias a las nuevas estructuras de la Transición. Por supuesto la banca es parte de ellas. A la vista está la enorme suma de millones de euros que la sociedad le regaló a la banca sin siquiera ser preguntada por ello.
Esas estructuras que parecen inmodificables, contribuyen a la sensación de que nada pueda cambiar. Además, las viejas elites insisten con su discursos de personas nuevas, y con sus medios de comunicación, en que todos son iguales cuando se descubre un supuesto escándalo en sus oponentes progresistas, pero esconden o eliminan los escándalos ciertos de sus propias viejas elites.
El peligro sigue siendo la pereza, alimentada por aquel eslogan franquista de usted haga como yo y no se meta en política. Las viejas elites trabajan por la pereza de la sociedad, con la Ley mordaza y con una Justicia que ha decidido, por su cuenta, castigar cualquier atisbo de protesta, que convierten en un hecho criminal. O exageran los hechos criminales que les interesan, para luego corregirlos técnicamente, pero no devuelven el castigo a su verdadera dimensión. Al mismo tiempo que esconden sus propios presuntos delitos. Es el poder de interpretación de la Leyes que queda atrapado por jueces y tribunales, sin que la sociedad pueda tener ninguna o muy poca influencia sobre ello. Al mismo tiempo que, claro, los individuos temen ser enjuiciados por crímenes cuando solo pretendían protestar.
Las viejas elites están intentando por todos los medios instalar a la sociedad en la pereza. Convierten al Estado en un Estado de Derecho que deja de ser verdaderamente democrático, entre otras cosas porque el control de la sociedad y de los contrapoderes de la democracia van quedando desactivados por la interpretación demasiado leguleya de las Leyes, lo que desactiva la Ley. Se ha olvidado, dramáticamente, que las Leyes tienen un espíritu, y que es ese espíritu el que hay que aplicar sobre todo. Ese espíritu es el de la libertad y la democracia, que necesita la protesta
Løs individuøs interesadøs en los asuntos públicos se desmoralizan cuando comprenden la titánica acción que implica la reforma de una política casi irreformable, y convertida por algunos en una batalla de fango. La sociedad cansada se refugia en su comodidad estrecha y desarrolla coartadas intelectuales, todos son iguales, etc., para justificar el seguir sentados en el sofá lobotomizados por las series de televisión a las que, seguramente, se entregan por el vaciamiento interno que experimentan.
Chejov nos mostró con su Ivanov el riesgo de que la melancolía, con la que antes se describía a los seres depresivos, se imponga y se consuma, definitivamente, 1984. La pereza está siendo disfrazada de una falsa felicidad.
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