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Chateaba con un amigo del instituto cuando de pronto, lo que podía ser el ruido de un accidente, le llevó a apartar la mirada de la pantalla de su móvil. Miró a su alrededor pero nada. Todo seguía exactamente igual como lo había dejado minutos antes de engancharse en aquella inocente batalla de fútbol con su amigo Valerio. Todo permanecía quieto.., algo que era absolutamente normal a esa hora de la noche y en aquel parque de la periferia de Turín donde sólo se atreven a acercarse las ratas para buscar restos de comida y los que como él —se había propuesto no ir a la escuela al día siguiente— no tenían nada mejor que hacer.

Y volvía a la luz de su teléfono cuando en su camino tropezó con algo que se movía bajo las tripas de una furgoneta Fiat tan vieja como su ciudad. Parecía un hombre. Era un hombre atrapado entre las ruedas del furgón. Una moto —una de esas scooters con faldones para el frío— dormitaba en el suelo rugiendo como un animal malherido a punto de fallecer de sed. Sed de gasolina y de aire.

Con el móvil aún en las manos no supo qué hacer. No había signos de que llegara alguien y pudiera ayudarle. Hacía horas que los coches de la ciudad se guarecían de la helada en sus garajes y bajo las copas de los árboles. Sólo hacían acto de presencia, y por pocos segundos, las luces de los dormitorios y los baños. Luego, de nuevo, la oscuridad sobre las fachadas oscuras.

Se veía incapaz de hacer algo. Nadie le había enseñado a solucionar un problema como el que tenía a escasos metros de él. Maldijo su suerte. Un hombre se estaba muriendo y no sabía qué hacer. Fueron segundos —apuesto que minutos— pero el silencio irremediablemente fue abriéndose paso de nuevo en la noche. La moto había dejado de quemar gasolina y ya era un enorme trasto de hierro y plástico duro al borde de la acera. El hombre, sobre el charco de su propia sangre, había dejado de agarrarse al mundo y ya era una masa de carne abierta de ojos abiertos sobre el asfalto.

Él, en cambio, pensó que tenía la suerte de seguir vivo para siempre; de poder conservar el aire en sus pulmones y la sangre en sus venas hasta el fin de los días del mundo. Por esta sencilla razón —fascinado por su eternidad— permaneció allí, de pie y a dos metros del condenado, grabando con su móvil todo aquel dantesco espectáculo que seguía sin comprender.

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