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Alguien había allí..., pero nadie lo sabía. Algo o alguien estaba siendo encerrado. Lo intuíamos solamente aquellos que nos pasábamos toda la mañana enganchados, como monos de feria, a la cruz de hierro que servía de entrada al colegio viejo. Lo sabíamos -yo al menos- por la forma que tenía la vieja de dos mil años de encajar y cerrar la puerta, por sus cortinas echadas de mayo, por los gemidos de animal desecho que conseguían escapar de aquella casa de pasillo infinito y timbre sordo; sordo porque ningún niño -en su sano juicio- se atrevía a hacer bromas pesadas con aquella pálida casona de azotea vacía..., ni tan siquiera el día de los Santos Inocentes.

Hasta que un día de trompos y verano lo vi todo. Lo vi cuando no había un alma en la calle; a esa hora de la tarde en la que los grillos aún no son capaces de levantar el vuelo y menos el canto; cuando la anciana de lutos sostenidos creía que se encontraba sola..., en mitad de su desierto. Yo no tenía que estar allí. No debería haberme encontrado allí. Hubiera sido mejor estar tirado, como todo hijo de vecino, en el salón de mis padres sobre una manta viendo El coche fantástico y no tras aquella endeble tapia de ladrillos vistos y bajo esa maldita cruz mohosa que jamás bendeciría una misa ni llegaría a ver pasar mis veinte años.

Antes de nada -y del espanto- la puerta marrón se abrió lentamente y la casa, en un acto desesperado, comenzó a tragarse el aire del mundo haciendo que me zumbaran los oídos como cuando me escondía de mi hermano bajo el lavadero de hormigón de mi Tía Adela..., sólo que bajo aquel lavabo y cerca de ella hubiera podido estar hasta hacerme un Hombre... Luego se hizo el silencio.

Nada podía presagiar que envuelto en aquel estrecho y espeso espacio hubiera vida, hubiera podido abrirse camino la vida..., pero la había. De eso hace ya una juventud entera con sus fracasos y sus victorias pero lo recuerdo como si fuera hoy.

Cuando el silencio y la anciana se echaron a un lado aparecieron unas manos temblorosas mojadas por el sol..., y cuando el sol conquistó el rellano se dibujaron unas piernas encerradas en un pantalón inerte, y también unos zapatos de niño muy brillantes cansados de poco baile escondidos bajo una silla donde parecía habitar la sombra..., y luego, a los minutos y detrás de todo, apareció el rostro de un muchacho con ojos de anciano que reclamaban, desesperados, el gris de la acera y los rasguños de mis rodillas.

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