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Se despidió de su hijo, dejando que el palacio muriera en un sueño profundo, pensando en cómo situaría a Bernarda fuera del palacio antes de iniciar el viaje hacia Sevilla. Estaba ya la arpía en su alcoba tramando planes en las sombras y gozando con el cilicio, cuando el capitán se incorporó de la mesa, tras haberse terminado una botella de Brandy. La alcoba de Bernarda era muy parecida a la de cualquier monja de clausura: una cama, una mesa de noche, un mueble con una palangana, un  espejo y un armario. Nada más la hacía más amena o decorativa ni mucho menos se recreaba en matices estéticos. Para ella todo era superficial salvo la obediencia, la religión y el amor que sentía hacía la garza real. También cenaba temprano, anhelando, sin conseguirlo, hacerlo en la mesa de los Eton. Soñando con desplazar al capitán. Pero sabía que era imposible. Tanto, que se tenía que recordar constantemente cual era su lugar en el mundo, dándose golpes de realidad; crueles pero necesarios. Frente al espejo solo veía una bruja llena de deseos carnales odiados y prohibidos, y un ser amarillo y funesto, cuya carne estaba sufriendo la putrefacción antes de cruzar el umbral de la muerte. Terminó de rezar el rosario y se metió en la cama dejando la ropa perfectamente colocada y con un camisón que le tapaba todo el cuerpo. Entonces y de repente, tocaron a su puerta con dos golpes secos ¡ Toc ! ¡ Toc ! Aquello era algo muy raro, demasiado, que rompía su rutina más confortable.

—Un momento. Dijo con marcialidad y sin titubear. Se incorporó de la cama y abriendo la puerta del dormitorio, sólo un poco, vio la figura del capitán frente a su cara.

—Bernarda, vístete con premura que tienes que acompañarme.

—¿A estas horas? ¿Señor?

— No hagas preguntas, por el camino te lo explicaré todo, no hay tiempo ahora para charlas, el tiempo apremia. Ah, y sobre todo no hagas ruido. Es un asunto de suma importancia. Abajo nos espera un coche. Ahora le cuento.

Tras un tiempo prudente que el capitán concedió a Bernarda, ella salió del cubil a buscar su compañía. Vestida de negro y con un bolso del mismo color, donde guardaba sus pertenencias íntimas, se pegó a la derecha de Richard como si fuera unos de sus manetos o podencos en aquellas cacerías matutinas. Bajaron por las escaleras que daban al patio, salieron por la puerta principal que estaba abierta por Matías, unos de los encargados de transportar a quien quisiera, a cualquier hora del día o de la noche, salir de palacio.

—Sube, vamos, date prisa, mujer. No comprendía la situación pero en su código genético tenía instalado la obediencia ciega como el que le es inevitable pestañear ante los colores que se ve en las retinas. El capitán se subió con ella al coche y le indicó al chófer, con un golpe en el hombro, que iniciara el camino. Todo ya pactado, iniciaron el trayecto hacía la carretera de Sanlúcar de Barrameda. El tiempo y la vida le parecieron eternos hasta que llegaron a la puerta de una de las viñas del capitán.

— Bájate Bernarda, andando diez minutos llegarás a la puerta de la casa. Llama y espera, antes del alba vendrá Matías a recogerte. Te abrirá José, es el guarda de la viña Santa Hermengilda, él siempre está de guardia y hoy te está esperando. Sobrecogida por lo bizarro de la situación quiso hacer mil preguntas pero su sentido de la proporción y la cara de no aceptar con disciplina ninguna del dueño del imperio Eton hicieron que la curiosidad fuera difuminada al instante. Despidió al coche con la mano e inició la caminata que, en efecto, duró diez minutos, hasta topar con la cara del insomne José Chamizo Miranda, el guarda.

El capitán, con rapidez extrema, regresó a palacio. Mandó a Matías que a las seis de la mañana fuera a por Bernarda y lo despidió dándole una buena propina, diciéndole. Hoy has dormido en tu cama, no me has visto y a Bernarda menos aun. Si veo que algún hecho acontecido en esta noche se filtra tendrás que irte de Jerez. Te lo prometo. Acabaré contigo.

— Como usted mande señorito, soy una tumba, ya lo sabe.

Despidió al coche, de nuevo, y accedió a las entrañas de su hogar. En silencio se quitó los zapatos y directamente dirigió sus intenciones y su cuerpo al dormitorio de su hijo Jaime. Abrió la puerta, que no estaba cerrada con llave y le dijo rápido, hemos de ir a las caballerizas, cogeremos a la virgen. El señorito se incorporó y sin contradecir en ningún momento a su padre lo acompañó. En menos de media hora y sin que nadie en palacio se hubiera percatado, María, Santa Inmaculada de la Concepción, vestida de azul y rodeada de querubines, estaba dentro del armario de Bernarda Ventura. Aquel armario que era la puerta al infierno donde ningún perro Cancerbero impediría que Don Richard Eton hiciera cargar las culpas del robo a Bernarda, para sacar a su hijo del deshonor y llevarla a ella un estado de locura hasta la hora de su muerte.

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