Detalle del estado de conservación del pórtico principal.        MANU GARCÍA
Detalle del estado de conservación del pórtico principal. MANU GARCÍA

“Yo estoy condenado a no amar a nadie porque estoy enamorado de la belleza en su máxima expresión. Me es difícil no detectar la vulgaridad y estaré solo siempre ante el mundo o tomaré la senda del sacerdocio por este mismo motivo. En Dios y en su máximo misterio encontraré más satisfacción que en ninguna mujer”

Estaba claro que el señorito don Jaime no dejaba indiferente a nadie en sus tertulias con lo más selecto de Madrid, inspirado en esas frases grandilocuentes. Relegado a un segundo puesto, por venir al mundo más tarde que Ricardo, el primogénito que heredaría el imperio Eton.  Jaime asumía que sumergido en los libros, la cultura y en la creencia de que desde las revoluciones individuales cambiaría el mundo para que nada cambiase, estaba su destino.

Evidentemente desde la arrogancia que da el dinero y el poder, y sobre todo el tiempo libre. Estaba magistralmente formado en la cultura clásica y en la historia del mundo, conocía a la perfección que tras una revolución llegaba un proceso de logros, el progreso, luego la desmemoria, las crisis económicas, los líderes populistas y por último, el boicot de los poderosos que alentados por intelectuales agradecidos como él, para no perder privilegios, gozarían con, de nuevo, la vuelta del antiguo régimen reaccionario. Porque él era un intelectual que necesitaba a gritos una masa, a la plebe, ajena a la cultura, para que sus esfuerzos, en sus innumerables horas de lectura, quedasen mucho más a la vista.

Le atormentaba enormemente que alguien pudiera darle una lección sobre arte, historia, literatura o alguna cuestión relacionada con la sensibilidad del mundo si su cuna o su estirpe no estuviera avalada por Júpiter desde la creación del todo y de la nada. Emperador nacido de emperadores repudiaba a cualquier hijo de un cocinero que pululase, por estar de visita, en la biblioteca familiar, cosa que doña Elvira, a veces, permitía. Que por otro lado era de las más completas de Jerez.

Castigaba duramente las internadas de cualquier paria en las tripas del palacio. Altares, retablos, bustos, cuadros, libros, tapices y esculturas, todo lo hubiese tapado con una sábana negra y opaca ante la sola posibilidad de que alguien que fuese parte del multitudinario vulgo pudiera nutrirse con ello. Quería a las masas siendo tóxicas y vehementes, para dar alas a la libertad de los que son mejores y deben velar por las corrientes de opinión de los demás. Creía firmemente que una reunión de más de cinco personas en la vía pública no era más que una asamblea de necios, menos cuando se embelesaban escuchándolo, claro está.

Necesitaba a cómplices para exaltar su ego para luego enterrarlos en el cajón del olvido. Vetando todo progreso y, en una postura conservadora, para ser adalid y líder de lo que fue, es y será hasta el fin de los tiempos por la gracia de Dios. Y todo eso se lo proporcionaba Madrid. En una endogamia viciada de niños potentados que pervertía la raza de los hombres y el pensamiento. Era como heroína en la mejor vena del brazo, esa que va directa al corazón y después a los sentidos. Era un Dandi. Utilizaba incluso un bastón sin que ninguna extremidad inferior se viera incapacitada, y sus chaquetas blancas de marfil con sus zapatos de charol eran una revelación mística y estética que proporcionaba a los curiosos de Jerez la tendencia correcta. Él la marcaba y lo sabía. Y gozaba con eso.

El señorito llegó de Madrid cansado del viaje. Entregado a la decisión de no producir nada en su vida que se pudiera hacer con las manos, empezaba a desarrollar la obesidad que tienen los que el ejercicio les supone desperdiciar tiempo vital para poder dedicarlo a la contemplación, la reflexión y la lectura. Odiaba sudar y sobre todo adoraba estar solo. Salvo con gente que presuponía inferior a él intelectualmente, teniendo el nivel adecuado para estar a su altura, pero le agobiaba que alguien pudiera darle una estocada certera en un debate al poder dejarlo desnudo y sin réplica. No creía que el arte o la literatura tuvieran como primera finalidad la reivindicación. Eso lo consideraba totalmente vulgar y digno de envidiosos o de gente necesitada. Él sólo estaba interesado en el placer y uno de ellos era el juego. Desembarcó en el palacio pensando en la próxima timba y venía de la capital de España con los bolsillos vacíos. Avergonzado por su desmesurado gasto en ese tic incontrolable de la ludopatía, decidió que tenía que reparar sus fondos sin recurrir a doña Elvira, de nuevo, como siempre hacía. Y el palacio estaba lleno de rincones, de joyas y de dobles fondos donde, escondidos, siempre había dinero suficiente como para comprar una finca. Decidió robar, ya lo había hecho antes, y la marquesa lo sabía, pero esta vez sus impulsos febriles y patológicos y una gran deuda lo llevaron a dar un paso más.

Un catastrófico y herético paso más imperdonable. Puso sus ideas malignas en la Inmaculada Concepción que estaba en el retablo de José de Arce. Amada por los anticuarios de Sevilla y Madrid no tendría problemas en colocarla, eso creía, en el más absoluto secreto, para que un coleccionista privado la pudiera comprarla y tenerla en su poder. Y en efecto, desvalijó el retablo y cogió la perla más preciada del palacio. Y por la mañana se dio la voz de alarma ante la ausencia de santa María.

El palacio se paralizó y Elvira mando formar a todo el personal que componían todos los oficios del mundo. Vestida de negro con ribetes de encaje en el cuello y en los puños, junto a un camafeo de coral y nácar, preguntó uno por uno a los empleados si habían visto algo. Bernarda, a su lado, disfrutaba por la diligencia de su ama y amada. Escoltándola a cada paso en un regocijo extremo como el perro que espera un trozo del jabalí sangriento tras la batida. La magnífica obra de arte había desaparecido y con ella la confianza hacía todos los seres vivos del palacio, hasta de los ratones. Al azar echó a tres encargadas de limpieza y a dos caballerizos. Eran cabezas de turco que en la creencia de que iban a servir para que las bocas hablaran pagaron las nefastas consecuencias de ir a parar a la miseria y el descrédito hasta el fin de sus días. Paro nadie habló. Nadie.

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