Una finca en intramuros.
Una finca en intramuros.

La noticia de que el cadáver de Eduarda había sido encontrado en la calle Justicia conmovió a Jerez y sobre todo al barrio de San Miguel, pero antes de que el suceso se filtrara con la rapidez de un rayo en el patio de la calle Álamos, pasarían aun muchas cosas.

Sebastián, antes que el despertador sonara, ya había notado la ausencia de su mujer. Desesperado se calzó, y fue rápidamente a la alcoba donde Pitt y María dormían. Llamó a la puerta de forma reiterada y con fuertes golpes. María fue la primera en salir del letargo del sueño y estando en combinación se llevó, por instinto, un antebrazo al pecho para cubrirse los senos sin sujetador antes de abrir la puerta. Pitt se estaba ya incorporando y decidió relevar a María en la maniobra.

- ¿ Qué ocurre Sebastián?

- ¡ Eduarda no esta en la casa¡ Dijo asustado. Es muy raro. Nunca ha sido amante de la noche y jamás se ha ausentado de mi vera en todos estos años. Algo ha pasado Pitt. Lo sé...

Sebastián ya no tenía edad para sobresaltos y mucho menos para pensar o estar centrado para hacerlo con la frialdad que requería la situación. Quería delegar cuanto antes en la figura de la pareja. Más jóvenes y resueltos que él. Se consideraba una araña manca sin su Eduarda. Muy poco diestro con las manos, era incluso incapaz de abotonarse la camisa con rapidez. Sus ojos, su opinión y su supervivencia dependían de su mujer. Ella hasta le lavaba los píes y le pelaba las naranjas. Y por eso la quería más que a nadie en el mundo. En seguida el ruido de los corredores y las voces alertaron a los demás vecinos del patio en la calle Álamos. Las mujeres y los hombres ya estaban allí preguntando por lo ocurrido, en un estado totalmente alerta y como una colmena donde muere la reina, desamparada y expuesta a las avispas carnívoras. Los varones y las mujeres más carismáticas y valientes se vistieron: Elías Sarmiento, Josefina Beltrán, Manuel Benítez y Vicente Conde Gallardo convencieron a Pitt para dar parte a las autoridades de lo sucedido y éste no tuvo más remedio que claudicar.

Pese al trauma que sentía al tener que relacionarse de nuevo con la Guardia civil, accedió. Llegaron corriendo, tras una caminata, al cuartel de San Agustín. Allí en la puerta una pareja hacía la primera guardia de la mañana tras izar la bandera.  

-Buenos días.

Buenos días. Ustedes dirán.

-Pues miren señores. Comenzó a hablar Elías. Una vecina nuestra, Eduarda, no ha pasado la noche en casa y...

- ¿ Guarda usted algún parentesco con la señora?

- En realidad yo no, sólo soy su vecino, él, señalando a Sebastián, es su marido.

- Bueno, dijo el cabo, aguarden un momento. Voy a dar la noticia al suboficial de guardia y éste le dará el aviso al teniente Marvizón. Miró al soldado para indicarle que iba a entrar en las dependencias del cuartel y anunció a los denunciantes que aguardasen hasta su vuelta. Pasaron veinte minutos. Que fueron como horas muertas en la boca de un lobo hambriento, entre milenos de desesperanza y angustia. Los hombres fumaban con el estómago vacío. Y caía un frio que helaba el corazón y la sangre tras lluvia tormentosa. Pitt observaba a Sebastián cada vez más abatido y desolado. Intentaban darle ánimos pero ninguno de esos hombres eran muy habladores ni malgastaban nunca una palabra. Del patio interior un sargento salió e invitó al marido y a un acompañante a entrar para hablar con el teniente. Cruzaron el lugar y subieron una larga escalera de mármol, donde Sebastián se resbaló y se hizo sangre en la espinilla. Aturdido y dolorido no se dio ni cuenta de que sangraba y seguía como un cordero al que le dirían, ojalá, dónde estaría Eduarda o simplemente lo que lo desconocían.

-Tomen asiento. La sala era austera y carecía de cualquier mueble que un fuera estrictamente necesario. El teniente Marvizón lucía sus dos estrellas de seis puntas y vaciaba un cenicero lleno de colillas. Tomaba una cuartilla que hacía tragar a la máquina de coser y empezó el interrogatorio. Tras las preguntas de trámite sobre el nombre completo de la desaparecida, ocupación y dirección empezó a hacer otras de otro cariz mucho más inquisitivo y para obtener una descripción. Sin que su cara mostrara signos de emociones o reflejos motrices.

-¿Qué pudo llevar a su mujer a ausentarse? Sebastián estaba en blanco y Pitt angustiado sólo podía mirar los dos cuadros de Franco Y José Antonio que presidían la sala. La bandera de España bajo el lema “Todo por la patria”, con forma de divisa, lo mareaba y sólo podía recordar su estancia en la cárcel mientras estaba condenado a muerte. Se culpaba por ello, por no tener arrestos para dar a la situación la templanza que Sebastián necesitaba. Sabía que él, en cierta manera, era un líder para el dueño del tabanco.

-¿Pueden afirmar qué estuvieron en sus casa la noche en que Eduarda no estaba en ella ?¿ Tienen testigos que lo corroboren? ¿ Qué hicieron el pasado día antes de ir a sus casas?

Sebastián empezó a llorar y a Pitt le temblaban las piernas, era incapaz de recuperarse y de retomar el tono que da la hombría. Se repudiaba por ello.

El teniente dio la orden al sargento para que abandonara la sala y quedarse a solas con las dos marionetas anuladas por la pena y el desencanto para decirles: Eduarda ha sido encontrada muerta esta mañana por unas vecinas de la calle Justicia. Ha sido acribillada con tres disparos a bocajarro. No conocemos el motivo ni la causa de cómo han ocurrido los hechos. En estos días venideros no abandonen la ciudad de Jerez. Si quieren ver su cuerpo antes de enterrarlo deben ir al depósito del cementerio de Santo Domingo donde podrán velarlo antes de que sea enterrada.

Luego sin más palabras ni ningún gesto de humanidad les invitó a marcharse porque tenía cosas que hacer. A Sebastián tuvieron que cogerlo del suelo, se hincó de rodillas al enterarse de la noticia y Pitt lo agarró por el brazo para portarlo. Como si él fuera su báculo, salieron por la puerta presentándose de nuevo al patio y desembocaron ante la puerta principal del cuartel donde Elías no necesitó ya ninguna explicación de lo ocurrido. La muerte estaba instalada ya en la cara verde de Sebastián. Venía arrastrándose pidiendo también él ya cristiana sepultura. Y Pitt, sofocado en la ansiedad y por los fantasmas de un pasado reciente sólo podía empezar a pensar en los porqués de la situación. ¿Qué hacía el cadáver de Eduarda en aquel barrio tan lejano al suyo? ¿Quién había matado de esa forma tan horrenda a alguien que no tenía enemigos? No entendía nada, solo y abatido hasta que los hombres le echaron una mano para portar a Sebastián pensó por un instante en María. Quizás ella sabría algo, quizás…

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