Iglesia de San Miguel, en Jerez, en una imagen de archivo.
Iglesia de San Miguel, en Jerez, en una imagen de archivo.

La proximidad de la Navidad hacía que la bodega sufriera un mayor ajetreo en la producción. El Brandy y el Jerez se mandaban al puerto de Cádiz con mayor asiduidad. Trenes preparados para la ocasión y numerosos camiones decorados con la marca de la bodega salían del laborioso hormiguero. La marca en la publicidad, tanto en los camiones como en las botellas, era un icono muy característico. La palabra Eton se ensalzaba en color amarillo con un fondo rojo. Y debajo de ésta se podía leer con claridad: excelentes vinos de Jerez y Brandy. Contaba, entre sus mejores marcas y etiquetas, con un fino de excelente calidad llamado Fino San Pedro y un Oloroso etiquetado como Don Apolinar. En honor al padre de Elvira, Marqués de la Cartuja. Numerosos amontillados selectos y vetustos y la gran joya de la bodega, por su rareza y vida propia en sus levaduras y procesos, un Palo cortado llamado Su Eminencia. Producto que no salía todos los años como los entendidos querían, por lo extraño y la casualidad de su complejísima formación, biología y sus levaduras.

Jerez se estaba preparando para una Navidad sin víveres pero quienes podían, una minoría, empezaban a acarrear, en los barrios, lo poquito que se podía para dar forma a la mesa familiar donde dar la bienvenida al nacimiento del rey de la cristiandad. La mañana del 23 de Diciembre era laborable, pero el ambiente en la bodega estaba cargado de nostalgia y se perdonaban más los fallos a los ojos de los encargados. El olvido momentáneo, que no el perdón, hacia las torturas y las humillaciones estaban casi permitidas, en una especia de pacto insalubre con la memoria, y porque las ganas y la disponibilidad de la gente más despolitizada a aceptar y a asumir el nuevo orden, proponían e instalaban, hasta en el más subversivo, las ganas de tener la fiesta en paz. Sebastián estaba recordando con una dulce melancolía su niñez y detrás del mostrador mirando a sus clientes se veía a si mismo, como un niño, entre recuerdos, con media sonrisa bobalicona y pensando:

“Se acerca la mañana de Navidad y me iré para mi calle, la Calle Prieta, esa calle que desemboca en la calle Medina, cerca de los dos barrios más civilizados de Jerez y de la capilla del Humilladero donde solía mi madre ir a rezar: como me decía siempre mi abuela, del barrio de San Pedro al de San Miguel, por estas calles, es por donde Jerez se engalana más de urbanidad y empaque. Ella que nunca se acostumbró a su destierro de aquel barrio cuando tuvieron que irse a Cádiz por trabajo, anhelaba tanto la tierra que la vio nacer, que en sus último días se volvió loca por la cercanía tan extrema del mar. Salir de Jerez le supuso una odisea y por eso murió de grandeza azul marina y por el exceso de sal en el aire. Todavía la recuerdo venir con algún juguete de la plaza de abastos con su bolsa de pescadilla de Cádiz. No hay mejor día de Navidad que una mañana soleada y fría, pensaba. Con ese olor peculiar que todos los barrios en Jerez tienen por la helada de la noche que se evapora como el humo que habita en el campo, resistiendo al deshielo en su humedad caliente.

Mi madre estará guisando un pavo en oscurito y mi padre, entre las últimas compras y recados, se tomará una copita o dos de oloroso en el tabanco. Irremediablemente llegará contento al patio y con la intención de convidar a mi madre se tomará otra. Yo seguiré ese ritual con él, aunque sea un niño, con ese vino generoso. Mi padre, con moderación, me deja beberlo. Su sequedad en la garganta junto a una tapa, que robaremos de la despensa, nos reconfortará en una mirada cómplice y gustosa. Mis mujeres, mi hermana Isabelita y mi tía Encarnación, esas que son faros para mí, estarán también allí convidándose y me dirán que no beba mucho que la noche es muy larga y nos es cuestión de meter la pata, niño. En el barrio no hay muchas cosas que cambien cada año pero mejor así. Cruzaré por la Plazuela y pasaré por la capilla. Saludaré a mis vecinas y llamaré a mi hermano para que se meta en casa pronto, que mamá tiene el pucherito con un pavo listo para todos. Las niñas abrigadas en los portales, entre las macetas, ya disfrutan de las vacaciones y los vecinos, en el almacén de Salvador, comprarán, por olvidadizos, el café y la manteca colorá. Veré las caras de siempre, los de toda la vida, los que no me fallan. Ellos encuentran en lo rutinario y en las costumbres una razón para seguir adelante que pelearán hasta la muerte con el mismo diablo. En esa cálida sensación de volver a su niñez, se pararán y la respirarán con los ojos cerrados. Inhalando recuerdos en una melancolía dolorosa pero dulce como una torrija empapada en miel. Con esos portales de geranios y sus paredes encaladas. Me invitan a saber que en cada alcoba hay un alma que no te negará una charla, un recuerdo o una anécdota reconfortante del principio de los tiempos. Tras almorzar, con gusto, ese pavo que mi madre ha sabido administrar para que haya un buen caldito para la mañana de Navidad, tomaremos pestiños con una copita de anís, un manjar que mi abuela todavía degusta a pesar de su avanzada edad. Mi madre en la sobremesa le dirá a mi padre: anda acuéstate ya y ponte un botijo en los pies, pesado. Me meteré en la salita a hablar con las mujeres tomando café, gustándome en sus maneras, entrando en sus miradas y en su agotamiento. Todavía ellas llevan el peso de la vida y de la muerte. De ser las encargadas que preparan toda las viandas y los placeres que se llevan a la boca. Luego colocaré las botellas de anís, el Brandy y los dulces. Adornaré el pozo del patio como mi madre diga, para recibir a mis tíos y a mis primas. En un ritual que siendo sencillo es incomparable con cualquier otra cosa que se pueda imaginar. La siesta me dará fuerza suficiente para ir, al terminar la tarde, a cantar villancicos y observar como por el barrio, como insectos ordenados en enjambres, llegan los vecinos para ir a la misa del gallo. Bien planchados y honrados. Dispuestos a celebrar otro año más, recordando a los que ya no están y obviando todos los problemas que se pueda, en esa noche de coplas. En una tregua bonita y añeja. Donde al margen de ser ricos o pobres, es imposible no emocionarse y sentir que uno vuelve atrás. Al mayor de los tesoros y a la patria que un ser humano debería tener, su niñez”

Sebastián salió de sus ensimismados pensamientos y de su abstracción. Pestañeando, devolviendo saliva a la boca y recomponiéndose el mandil. La idea que de mañana sería Nochebuena le alegraba un poco el alma. A él y a los suyos les hacía mucha falta.

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