Una bota de las bodegas Urium. FOTO: MANU GARCÍA.
Una bota de las bodegas Urium. FOTO: MANU GARCÍA.

“Sé que fuiste tú. Tú me has degradado a abandonar el palacio con tus mentiras y falacias. Yo te puse tus primeros pañales y te he visto crecer hasta verte convertido en la persona caprichosa y capaz de dilapidar fortunas con las cartas. Pero tu santa madre y su sentido de la protección, ese que os ha hecho salir al mundo, sobre protegidos, para parecer solo sombras de lo que es tu padre y lo que fue tu abuelo. Y en el mayor grado de civilización, protocolo y costumbres se os olvidó vivir y recordar para qué hay que levantarse por las mañanas. En el mayor ocio y comodidad os diluisteis por no tener consistencia y vuestros cuerpos se quedaron sin huesos por ser inútiles. En un estado donde todos y todas sois exactamente iguales. Como el que se mira en un espejo".

La carta que estaba preparando Bernarda al señorito Jaime ya llevaba seis intentos en su escritorio, y también seis garabatos al ver que no transmitía ni conseguía dañar lo suficiente a quien la había llevado junto al capitán al destierro más absoluto. Garabateaba y borraba, cada vez con más ansiedad y apartando cualquier atisbo de piedad de sus dedos, intentaba dar forma a unas palabras que siempre, al final de cada párrafo, le parecían huecas. La decisión de no hablar más en el mundo la motivó a escribir. Y no es que tuviera vocación de poetisa o la belleza y la sensibilidad la tocaran, pero sentía que el diablo la quería como su escribana particular. Escribía y luego quemaba las cuartillas, y éstas desprendían humo rojo con olor a azufre. Dibujaba mantícoras y arpías, salamandras, caladrius, dipsas, anfisbenas, hidras y mococeros. Todas estas bestias salidas de su cabeza sin que antes las hubiera conocido. Tinta negra en papel blanco. Escribía al revés para recitar al derecho, mataba gallos viejos en su pensamiento y criaba culebras. Todo en su mente y todo en una secuencia lenta que paraba el movimiento de la rotación en la tierra. Lo hacía sin saber que lo hacía y sin embargo lo hacía. Como las brujas que beben lava de los volcanes y hacen el amor con Satanás. Así es como Bernarda ventura, en sus ratos de soledad, daba alas a su locura. Apretando su cilicio y degustando el sabor del dolor y viendo el mundo arder en llamas fatuas de color violeta.

La plaza del Arenal ese domingo estaba abarrotada, hacía buen tiempo y María con Pitt querían hacerle un retrato a la pequeña Paula. Concretamente en un caballo que tenía un retratista muy conocido en Jerez. Llevaba la pequeña un vestido blanco con un gorrito del mismo color. Unas cintas de color rosa lo hilvanaban y en sus piernas regordetas unos calcetines con un hilo demasiado apretado le hacían señales. Pitt se los bajaba, refunfuñando, y le rascaba pero María no cesaba en su empeño de devolver a su posición original esos calcetines que con tanto esmero les regaló Soledad, una vecina que paraba en el economato de la bodega. Esa que quedó prendada de los encantos de la niña. Ese día no era el más apropiado para la foto. María Paula estaba malusquilla con los dientes y por la noche, tras echar muchas babas e incluso tener un poquito de fiebre dio síntomas de que al día siguiente iba a tener más cojones que la copa de un pino. Y es que María Paula tenía raza y lloraba como si fuera el último día de los hombres en la tierra. Se despertaba tres veces por la noche y mamaba como una ternera. Los pechos de su madre estaban llenos de nata, como solo tienen los pechos las serranas. Pero el patio de la calle Álamos, cada vez que la sirena nocturna anunciaba su hambre era un jolgorio.

Los hombres, aun sabiendo que les esperaba una peonada durísima, perdonaban en su insomnio y bendecían su llanto. Y se acordaban de las vecinas que faltaban y de las comadronas que daban el pecho a todos los niños que se habían criado allí. Tres llantos daba María Paula en la noche: uno como una ternera, otro como una alcaraván del océano y otro como lo hacen las aves del paraíso. Su llanto derretía a los gorriones en los techos. Y su madre la saciaba del néctar que salía del manantial de sus dos montañas sagradas. Pitt se levantaba y fumaba, mirándola en la madrugada, afirmando que ningún bebé era más guapo que su hija y que sería la reina de Inglaterra y también la de los imperios españoles en ultramar. Sentenciaba la mañana del domingo a la espera del sol y sus nubes. En el amor infinito que el barrio de San Miguel le regalaba.

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