retablo_de_san_miguel-7
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Se despidió rápidamente sin dar muchas explicaciones a las comadres, ávidas de sucesos que les partiera sus rutinarias vidas. Si bien María ya llevaba viviendo en la calle Cazón algún tiempo y la querían mucho, se dieron cuenta, de momento, que la cara de Pitt y la extraña circunstancia de la ausencia de la serrana daría para toda la tertulia del domingo y parte de la semana, en una mezcla de preocupación y morbo. ¿Dónde podría estar María? Y sobre todo, ¿por qué no durmió ayer en su cama tras haberla dejado el sábado en la esquina de la calle? Él siempre insistía en dejarla en la puerta de su casa pero le pudo haber quedado con unos amigos de la bodega y, al ir un poco tarde, decidió no completar el ritual de acompañamiento hasta su posta final, el marco de la puerta. Se castigaba por ello y trataba de recordar las palabras de su padre. Un viejo ferroviario que murió cuando él era aun demasiado joven para haber podido exprimir todas sus enseñanzas y consejos: Pitt, le decía acariciando su pelo cuando era un niño en el viejo barrio portuario de Bristol: hagas lo que hagas en tu vida, hazlo con tranquilidad. Y en eso estaba o al menos lo intentaba.

Pasaban ya más de las once y el barrio de San Miguel se movilizaba para ir a la misa de las doce. Como hormigas, las vecinas, con sus misales y sus rosarios, tomaban la Plaza de León XII al ruido de las campanas. Se dirigió hacía allí para empezar, por descabellada que fuera cualquiera opción, la búsqueda. Las puertas de la parroquia estaban abiertas y desde la calle se podía ver el impresionante retablo de Martínez Montañes. El Santo Crucifijo de la Salud yacía muerto y los imponentes diablos del retablo, en la base de éste, amenazantes, recordaban a los feligreses donde irían si no eran cumplidores, humildes, pacientes o entregados a lo que Dios y los amos proponen, y el cura dispone.

Entre la multitud, cada vez menos numerosa, empezó el interrogatorio. Preguntando sin cesar pero sin querer airear el asunto demasiado o sin dar exageradas explicaciones. Nadie logró darle una pista sobre el paradero o la ausencia inesperada de María. Ninguna vecina o viandante logró satisfacer sus, cada vez más, impulsivas preguntas. La puerta de la iglesia recogió a toda la vecindad. Solo ante la portada renacentista y mirando hacía las palomas que parecían observarlo desde el campanario, la ansiedad le partía en dos la columna vertebral. La respiración empezó a agitarse y en el cerebro, cerca de la nuca, comenzó a sentir una punzada muy dolorosa. Quiso calmarse, recordando a su padre.

En el bolsillo llevaba siempre un bote pequeño de Aspirinas pero no tenía agua. Prescindiendo del líquido elemento masticó una. El sabor amargo del ácido acetilsalicílico le quemó las papilas gustativas y la sequedad en la boca le invitó a oler su propio aliento. En la soledad más absoluta se volvía loco. Para reparar que el ramillete de violetas que llevaba en la mano, estaba totalmente destrozado por el ajetreo y el trajín de las adversidades que le rondaban en el pensamiento. No puede ser, se dijo, no puede ser, gritaba. Se repitió este mantra dos mil veces por minuto. Lo que le impedía pensar con claridad. Entró en la iglesia y los diablos, de nuevo, lo miraban riéndose con muecas asimétricas. Mareado creía percibir sus llantos y lamentos en la hoguera. Él odiaba las iglesias pero dirigió la mirada al ojo que hay en un triángulo perfecto que estaba en el Sagrario y representa la Triada divina. Para implorar a Dios que nada de lo que estaba sucediendo pudiera estar relacionado con el Capitán Eton en sus deseos y vicios más mezquinos.

En los bancos de la parroquia ella no estaba, el cura interrumpió la misa levantando el brazo, al contemplar al ciudadano que sin sentarse, miraba con apresuradas dotes detectivescas cada rincón de la casa de Dios. Lo invitó a sentarse o a que se marchara. Paralizado por el miedo y el dolor de cabeza, la camisa empapada en sudor y la ira. Juró, en silencio e intimidad, delante de Dios, que lo mataría. Pensamiento de pecado mortal en un lugar sagrado pero perfecto para conjurarse ante la posibilidad de vengar a su mujer si el peso de la fatalidad hubiera caído sobre ellos. Tras respirar, agachó la cabeza, salió por la puerta y cogió, de nuevo, raudo el camino que lo llevaría a la pensión. Sabía que cada hora y cada minuto valían oro molido. Pero iba a morir en el intento. En la búsqueda de su amor. De su dulce y bondadosa María.

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