Las sombras del vino (V)

De nuevo, tras un nuevo grito valiente del manijero que los mandaba de vuelta al trabajo, se incorporó y sólo le dijo a Pitt una sola frase

Un hombre durante una vendimia, de años anteriores. FOTO: JUAN CARLOS TORO
Un hombre durante una vendimia, de años anteriores. FOTO: JUAN CARLOS TORO

Los capachos, los hombres con sus ganas y las navajas muy afiladas. Todas limpias y preparadas para el comienzo de la vendimia. Temida o amada según el puesto de trabajo que tocara, pero a la vez necesaria y vital para la economía de todos. El final de Agosto demandaba, este año, de manera implacable y gustosa, que los hombres y las mujeres se conjurasen ante las filas pluscuamperfectas de los líneos verticales, esos que dibujaban en el campo de tierra albariza un laberinto ordenado y cargado del oro líquido sanguíneo de la campiña. Lleno de una vida a punto de explotar. Como cuando una mocita se convierte en mujer, de nuevo, la tierra de Jerez iba a ser fértil. Con un invierno y una primavera de lluvias magníficas. Preñada la tierra esperaba ser, de nuevo, madre del mejor mosto del mundo.

Las cuadrillas llegadas de todos los pueblos que componen el entorno de la uva Palomino se afanaban en coger las peonadas cuanto antes. Y si bien las que todos los años cumplían con ambición tenían su parte del pastel, siempre existía la incertidumbre de que algunos hicieran el trabajo más barato y por ello fueran a desplazar a los que durante años tenían su sitio por haber hecho las cosas como hay que hacerlas en el campo. Algunas broncas y puñaladas se perdían, algún año que otro, en algún recuento. Medina, Sanlúcar y sobre todo Jerez de la Frontera. De ahí se nutría la viña para que fuera desangrada hasta secarse. De esa sangre que durante un proceso de años en soleras y criaderas daría al mundo su razón de ser, el vino del sur de occidente.

Desde el mosto más joven al amontillado más severo y exquisito. La bodega estaba a rebosar. Los camiones llegaban cargados y no cabía ni un alfiler en los distintos puestos y procesos donde se culminaría con éxito todo el esfuerzo, entrega y el amor que un campesino honesto puede dar a la tierra de su niñez. Pitt esos días estaba de listero. Su misión era cómoda, aunque todavía llevaba mal el calor de esta parte del mundo. Muy lejano ya de aquellas temperaturas anglosajonas, muchos lo veían sudar e incluso apostaban que cantaría la gallina, pero él tenía que hacer valer ese lema que Manuel Navarro le repetía constantemente cuando quería, con argucias, sacarle ese cigarrillo inglés: que los ingleses están en las duras y las maduras.

Pasaron dos días y la faena iba rápida y si todo iba bien podría pasar su primera recogida de uvas con éxito frente a los hombres y las mujeres de la tierra. Hacía tiempo que su honor demandaba más reconocimiento de los campesinos y operarios de la bodega que del capitán Eton. Al que ya había calado y no era ni de lejos aquel camarada de trincheras que le prometió el paraíso en sus manos cuando, por apuro y agradecimiento, le llenó la cabeza de pajaritos, tras haberle salvado la vida. Aunque hubiese ocupado un puesto más elevado en la jerarquía militar por su condición, Richard Eton, nunca, en el frente, hizo gala de una superioridad o una supremacía intuida por su rango, jamás abusó de Pitt en la guerra. Pero en la bodega era diferente, eso lo dejó perplejo y desconcertado. La promesa de que iba a encargarse sólo y exclusivamente de ser un comercial, tanto de etiquetas como de las ventas, quedó rápidamente diluida en favor de pequeños trabajos, a veces más oscuros y mezquinos que el capitán le mandada con más asiduidad a nuestro británico.

Dieron las doce y tras el manijero dar un alto para echar un cigarro con un grito potente. Pitt se dio unas vueltas por los líneos en vez de tumbarse en la escasa sombra de uno. Por esa inseguridad de quien sabe que todavía no es aceptado por los nativos no quiso dar a su cuerpo la merecida postura horizontal. Entonces, delante de él y casi tropezando con ella, de pronto, la vio. Allí en una sombra sentada como un conejo estaba Manuela Moreno Fernández como una momia egipcia. Con miedo reconoció, al instante, su mirada. Imperturbable y despiadada. Seca e impávida. Por su cuerpo le recorrió un sudor diferente, distinto al que provoca el calor del medio día de Jerez en un Agosto que piensa ya en Septiembre. Esta vez era gélido y vertebral.

Allí estaba la madre de Rafael, aquel niño que por los caprichos de la heredera Margarita y su orden ya estaba enterrado hacía varios meses en una sepultura santa. Se planteó pasar de largo por instinto pero su conciencia y su honor se lo impidieron. Se dirigió hacía ella, se quitó la gorra campera con solemnidad, se remangó las mangas de la camisa de manera mecánica y le dijo titubeando: - Disculpe usted señora. Sé que sabe quien soy. Es mi intención decirle, con todos mis respetos, que aunque haya pasado el tiempo, deseo darle el pésame por su hijo... La gitana no habló. Llevaba en la cara la carga de la mayor de las tristeza que una madre puede sufrir, y el peso de ser una vieja siendo muy joven por el trabajo y la miseria.

De nuevo, tras un nuevo grito valiente del manijero que los mandaba de vuelta al trabajo, se incorporó y sólo le dijo a Pitt una sola frase: ojo por ojo... Besó su índice y su pulgar en forma de cruz y agarrando un escapulario de la Virgen del Carmen que tenía en el cuello insistió, cansada y asintiendo con su cabeza. Para volver a repetir. Desde dentro de las tripas y del epicentro de su corazón: ojo por ojo y diente por diente, señorito, ojo por ojo…

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