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El Cerro Lano fue el mejor campo de fútbol en el que he jugado en mi vida, a pesar de que era, en resumidas cuentas, un descampado para vacas. No había domingo en el que no tuviéramos que quitar las boñigas para no acabar estampando la cara en una de ellas. Recuerdo al Burrea -un muchacho que tuvo la suerte de jugar en el Betis y la dudosa fortuna de acabar en el Industrial- sorteando excrementos y a contrarios en su infatigable carrera hacia el gol de amapola y lechugueta. No había quién lo parara.

Era un mulo... o así decíamos en aquellos años donde corríamos, codo con codo, junto a héroes de la talla de Gordillo, Pardeza o Zubizarreta en nuestras mentes.

Pero es que Burrea, tanto por su físico como por su constancia, era un mulo. Fallaba una ocasión y podías ver en sus ojos la gravedad que, por aquel entonces, sólo podías observar en el rostro de los más adultos y en algunas películas del Oeste.

Pero es que él sí, él sí había venido para futbolista aunque jugara y se jugara las piernas con nosotros en aquel Cerro Lano, un campo para vacas y cabras con sus profundas huellas de monstruo viviente en invierno y su sol de castigo en verano, su rebaño de ovejas negras y alguna que otra valiente motocicleta que pasaba, muy de vez en cuando, para adentrarse en las viñas de un Jerez que, a nuestras edades, todavía conservaba tintes de imperio.

Todos los domingos, a eso de las nueve de la mañana, quedábamos en la última casa de Picadueñas. Lloviera o tronase. Uno llevaba la cal para las marcas, el más adinerado el balón de reglamento y muchos, la mayoría, nos bastaba y nos sobraba con llevar nuestra alma hasta aquel descampado de horizonte para Spielberg y de marismas pasajeras.

Hoy nada es lo mismo. Aquel cerro con sueños de ser laguna -y después de muchos millones encima y de hormigón armado- es otro de esos complejos de ocio, grises y sin alma, que levanta el Hombre para homenajear la parte más inhumana de él mismo.

No lo dudo. Tenía que ser un verdadero espectáculo contemplar desde la Nacional IV aquel desfile de jugadores de Preferente sin futuro. Que si balonazos al cielo, camisetas blancas, bicicletas de montaña sin frenos y niños con botas de todos los colores posibles cargando con macutos y neveras de playa. Todo un circo ambulante para poder disfrutar de dos horas de caótico fútbol y alegría primitiva.

Pocas veces en mi vida fui tan feliz con tan poco: unos viejos zapatos que tenía permitido destrozar del todo y unas medias azules, de un extraño equipo inglés que nunca supe, y que tenían que durarme todo ese verano.

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