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Toca hablar del presente, del atrevimiento atroz y de la decadencia humana. Sí, vuelve la mula de Troya, vuelve mi elefante rosa.

No lo hagas. No pienses en el elefante rosa. ¡Cuántas veces habremos tratado de conseguirlo sin éxito! Basta imponernos abandonar una idea para que esta se aferre a nuestra mente sin remisión, como un mendigo que se resiste a soltar la caja de vino peleón. En psicología esto se conoce como “teoría de los procesos irónicos”, según la bautizó Wegner a mediados de los noventa. Siempre que intentamos no pensar en algo que nos preocupa o nos daña, cuesta demasiado. Esto ocurre porque nuestro cerebro es tan hábil optimizando recursos que no tiene reparos en eliminar la negación de la ecuación de forma automática. Así es como nos encontramos con la mente justo en el lugar que no deseábamos. Queramos o no, el cerebro procesa primero el enunciado sin la negación y luego la incorpora; por eso es imposible que el “No” surta efecto por adelantado. No hay escapatoria.

En el día de hoy me encuentro poseída por el elefante rosa. Por más que procuro deslizar mi mente hacia otro lado y escribir sobre la enchaquetada moción de censura que Podemos va a presentar contra Rajoy —o más bien contra el PSOE—, sobre la chica malagueña detenida en Turquía por ser lesbiana o sobre el enésimo capítulo de violencia en el fútbol, no hay manera. El elefante barrita para mí. Creo sentir su aliento en mi cogote. Si la semana pasada, amigo lector, hablábamos de la mentira perfecta, de Historia y de nosotras mismas, este viernes toca hablar del presente, del atrevimiento atroz y de la decadencia humana. Sí, vuelve la mula de Troya, vuelve mi elefante rosa.

Resulta que una compañía aérea rusa —a la que no me apetece hacer publicidad— excluye a las azafatas mayores de 40 años o por encima de la talla 42 de los vuelos internacionales, aquellos en los que más se cobra. Lo hacen, al parecer, porque entienden que el cliente está pagando por una imagen de la que las auxiliares de vuelo —delgadas y jóvenes, claro— son parte imprescindible. Los argumentos alcanzan un surrealismo fascinante. Para uno de los mandamases de la aerolínea, las azafatas con sobrepeso son más “peligrosas” en las maniobras de evacuación, y por ello deberían recibir un sueldo menor. Cada kilo cuenta en el aire, según parece. Curiosamente, las lorzas y tripitas de comandantes, pilotos y auxiliares masculinos no parecen causar la misma preocupación en el seno de la empresa.

Si hace siete días mirábamos de reojo a ese cuadrúpedo gigante que había logrado doblegarnos, hoy volvemos a darnos de bruces contra una de sus pezuñas de madera. Estas mujeres que tienen en su cintura de avispa y su piel huérfana de arruga el activo principal de profesionalidad no son el problema. Tampoco lo son aquellos clientes que se muestran más confiados y seguros en un avión con atractivas tripulantes sin faja ni tinte. Ni tan siquiera los empresarios machistas, retrógrados e intelectualmente poco equipados. El problema está en el elefante rosa. Ese puñetero paquidermo que no deja de mirarme. Lo tengo sentado a mi lado, en el hueco derecho del sofá. Siento que es él quien pulsa la tecla de espacio tras cada palabra. Percibo que desea que escriba estas notas. Ya que no he sido capaz de hacer caso a mi propia imposición —¡No pienses más en lo jodido que es ser una mujer en este condenado mundo!—, al menos me queda el consuelo de poder pintar de verde a mi elefante. Nunca me ha gustado el rosa. 

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