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El dolor es el camino más corto de la introspección fenomenológica. Cuando hay dolor el mundo se pone entre paréntesis. Nada existe, solo tú. Mejor dicho, solo yo. La queja, en cuanto queja, es absoluta. La capacidad reflexiva (autoflexiva) del yo en un contexto de sufrimiento es enorme. El dolor es el único sentimiento que expulsa del territorio de la atención y sin contemplaciones a cualquier otro hecho psíquico, sean ideas, sensaciones, percepciones u otros sentimientos. En este sentido el dolor es un tirano que se adueña de todo el territorio del yo. Cuando hay dolor, solo hay dolor. Al mundo, a las cosas, las cubre un velo de desinterés.

Algunos dicen que, a veces, sufrimos un dolor sobrevenido (en el que el yo es principalmente objeto y sufre el padecimiento) pero que este dolor es productivo y está preñado de frutos: la compasión, la justicia... Es posible que sea así. Aunque mantener esto en un mundo cuya máxima aspiración es eliminar el sufrimiento de nuestras vidas para llevar una existencia placentera y sin sobresaltos, no deja de ser una opinión escandalosa. Como lo fue la vida y la muerte de aquel judío que dijo de sí mismo ser el Hijo de Dios. Y del que algunos dicen que vino a enseñarnos los frutos del dolor: el Gran Escándalo de la Historia.

Sin embargo, hay, al menos, otro dolor distinto que este anterior; que no es sobrevenido, que es más pegajoso, más turbio, quizás más histórico, en el que el yo no solo es objeto sino también sujeto. Esta segunda forma de sufrimiento es el que se suele presentar en la consulta del psicólogo. En ella uno se siente víctima y, de alguna manera, también verdugo. Y, por eso, suele aparecer acompañado del sentimiento de culpa. Y la culpa -más allá del reconocimiento de la responsabilidad de un daño- es absolutamente improductiva; es un odio contra uno mismo vacío y repetitivo sin más finalidad que esa misma repetición. Porque si el sujeto que sufre no consigue darse permiso para superar esta situación, para reconocerse como verdugo, pero también como víctima, entonces la culpa se hace fuerte y se convierte en un pesar insuperable, en una tristeza. Es más, lo que se nos presenta es la tristeza, pero detrás de una gran tristeza hay siempre una gran culpa.

Estos asuntos que parecen tan enrevesados, tan alejados de nuestros problemas cotidianos… son los que paradójicamente suelen constituir el meollo de nuestra preocupación y de nuestra vida. De manera que da la impresión de que pasamos por la vida como anestesiados, como dimitidos de ocuparnos de lo que en verdad importa hasta que un hecho doloroso o una tristeza nos zarandea y nos empuja a mirarnos a nosotros mismos en el espejo que nunca engaña: la soledad tranquila con nuestras cosas íntimas donde no cabe la farsa ni la impostura.

En un tiempo en el que el griterío y la palabrería lo inundan todo, un poco de sosiego, de tranquilidad, puede ser un buen comienzo para reorganizar nuestras prioridades. Y pedir ayuda a quien intuyes que te puede ayudar es un buen punto de partida. A veces, está uno tan confundido por las vueltas y revueltas que lleva dando en torno a la misma piedra circular, que es incapaz de vislumbrar ningún horizonte, ninguna esperanza. Pero la hay.

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