Urna con papeletas, en unas pasadas elecciones.
Urna con papeletas, en unas pasadas elecciones. JUAN CARLOS TORO

Ni un alma. Cuando llegué a la puerta del colegio no había un alma. Así que sin pensármelo dos veces corrí al único bar que estaba abierto, el de la china de La Pita, y pedí mi acostumbrada tostada matutina con su pareja descafeinada. La dueña me miró fijamente –estudiando un rostro que no había visto nunca– y en un automatismo propio de sus genes metió dos rebanadas en la tostadera y accionó, en un virtuosismo adquirido por lo cotidiano, una pulidísima máquina de café que empezó a escupir trabajosamente un oloroso Catunambú que a pesar de lo que cae por aquí sigue anunciando orgulloso, en letras blancas sobre fondo verde, que está hecho en Andalucía.

La cosa es que al minuto ya tenía mi pan y mi café andaluz ardiendo delante de mí..., al tiempo que un hombre, a una mesa y a dos generaciones de distancia, le hablaba a su copa de vino y le chillaba a una tragavidas; al tiempo que la dueña del bar cantaba a viva voz canciones chinas frente a una virgen del Rocío que el dueño anterior había pegado con loctite sobre la televisión; en el mismo instante que un policía, con cara de pocos amigos, bebía de un solo sorbo su café cortado que le ayudaría a conservar durante toda la mañana su estudiado porte de hombre duro.

Dos con veinte me costó ese forzado despertar de mollete, Telecinco mudo y Cope. No serían todavía las siete y media de la mañana cuando dejé mi dinero y mis gracias sobre el mostrador antes de salir corriendo al que había sido mi colegio de toda la vida, el Arana Beato; un centro llamado así porque, según habla nuestra leyenda de barrio, de noche de agosto y lombrices rojas, un buen hombre con esos dos apellidos entregó sus tierras al Ayuntamiento para que construyeran, hace ya 35 años, un colegio para sus vecinos. Será o no será –yo decidí creérmelo– pero de lo que estoy seguro es que ahora nadie deja nada por nada.

Salí del bar y tropecé con el mismo amanecer otoñal con el que me levanté. Faltaban los cuervos. Los que no faltaron a la cita fueron los vocales, los presidentes de mesa y ese minúsculo ejército de domingueros derrotados que, contra su voluntad, tienen y tendrán que hacer acto de mala presencia antes de la apertura de las urnas. A mí nadie me obligaba..., como tampoco a mis dos nuevos amigos –con 30 años en cada pata– que parecían sacados de un negativo de los Santos Inocentes. Si os digo la verdad no recuerdo sus nombres. De uno sólo retengo su mote y del otro conservo su mirada limpia y creo que sucedió así porque sin estar preparado para ello me tocó, nada más arrancar el día, saludar al que tiene otra forma de hacer las cosas y de cumplir sus sueños y hasta parlotear de política con el desconocido que, en caso de vencer, ya tiene un plan reservado para mí. Lo percibo en la tibieza de la palabra, en la mueca forzada e incluso en la mirada lasciva -pero estéril- que dicen que originan los individuos que están ligados al poder.

Van pasando las horas y los vecinos. Unos, al ver mi pegatina de apoderado, esquivan encontrarse conmigo, otros me dicen que ahora o nunca; con muchos me detengo a escuchar y contar esas historias de cine de verano y verbena que quedan grabadas en un lugar de la mente de cuyo color nadie recuerda ni quiere acordarse. Pero es como si en esos años 80 no hubieran existido nunca el azul ni el rojo, menos aún el morado y el naranja. Miro atrás y los recuerdos vienen teñidos de colores tibios..., como ahogados en aguarrás.

La sala de las urnas se llena o se queda completamente vacía según la comida. Todos votan con la barriga llena..., cosa que nos convierte en bestias sin mañana y sometidas a las leyes de la frontera y de la raza. Bestias vestidas de Zara que temen y rechazan lo diferente porque entregados a su instinto reptiliano –el más primitivo y cruel– se impiden razonar.

Se acaba el día y mi esperanza con los primeros escrutinios. Se recuenta tan mal y de una forma tan apresurada y tan poco democrática (los apoderados de los diferentes partidos cuentan sus propios votos, en las mesas no cuadran los números y se soluciona poniendo, maquiavélicamente, votos en blanco en lugar de nulos para favorecer a los grandes partidos) que todo me parece una gran estafa, una gran mentira.

Todos quieren acabar..., pero todos quieren ganar. Los más veteranos imponen la prisa y el caos; los más noveles e idealistas no tienen derecho a la palabra; la presidenta impuesta por la administración se quita el sofoco y escurre el bulto con un folclórico abanico de encajes negros; muecas y carcajadas añejas para celebrar la victoria pírrica.

Y al fondo de la sala, bajo el umbral de la única puerta y como un triste Velázquez sin oleos para este ruinoso siglo, se encuentra varado uno de mis compañeros. Desde donde yo estoy parece estar a punto de ser devorado por la noche pero aún así, gracias a la luz de una bombilla donde chocan estúpidos varios mosquitos, consigo ver que su rostro se ha llenado de arrugas. Ha envejecido de golpe cuando curiosamente algo me dice en sus ojos que está viajando, contra su voluntad, a un oscuro pasado.

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