Colas para ver a Abascal, este pasado miércoles en Jerez. FOTO: MANU GARCÍA
Colas para ver a Abascal, este pasado miércoles en Jerez. FOTO: MANU GARCÍA

Todos los nacionalismos me resultan insoportables, porque se justifican contra “el otro” y necesitan del enemigo exterior para legitimarse. El primero el español, que con Franco alcanzó sus mayores cotas de criminalidad, y que aún contamina y mucho la idea de España que consagró la Constitución. Recuerden que en el franquismo había que combatir el contubernio judeo-masónico comunista internacional, que amenazaba a la familia, Dios y la patria.

En fin, que lo que quiero decir es que estoy muy cansado ya de que la agenda la monopolice el procés, y harto de todos sus oficiantes, ya sean bien intencionados ciudadanos, embozados con zapatillas Lacoste y gafas de Gucci o burgueses de Armani y Möet Chandom, de los que guardan la morterá en paraísos fiscales.

En este país hay gente que pasa hambre, camareras de hoteles que cobran 2 euros por habitación que limpian, mujeres víctimas de sus parejas, viejos que mueren solos y se hacen visibles cuando sus cadáveres apestan... En este pais cada vez hay más ricos y más pobres y, por tanto, mayor brecha de desigualdad. En Andalucia ya hay un 38% de pobres y seguimos al alza.

Sin embargo, la atención política se centra en quién la tiene más grande (la bandera, claro), y en quién vende el relato más falso: los independentistas “oprimidos” prometiendo el paraíso y el nirvana, que está fuera de España, y el resto, los que se denominan constitucionalistas, sin reconocer que a esta democracia le han reventado las costuras, con unos de sus poderes, el judicial, haciendo aguas, y los otros dos con los niveles de credibilidad más bajos que se recuerdan. Y la cuestión es que, como decía el abuelo de Jordi Évole, “la izquierda solo se pone de acuerdo en la cárcel” y no tenemos una derecha moderna que se desmarque de una vez del franquismo y de todos los fascismos.

Me dan pánico todos los quimtorras del mundo y más aún que las respuestas a sus delirios supremacistas vengan de los casados y abascales. Por eso desde mi decepción y mi enfado, el 10 de noviembre volveré a ir a votar a la izquierda. Ojalá que esta vez sí surja un gobierno para las personas y pensando en resolver sus problemas. Un gobierno que trabaje por los derechos de los más débiles (y ahí están los inmigrantes) por una sociedad global más justa, por la defensa del planeta que se nos va por la alcantarilla. Y por todas las cosas que hay que arreglar para que tanta gente desgraciada mejore sus condiciones de vida.

La presidenta de la Asamblea Nacional Catalana acaba de decir que la violencia desatada en las calles de Barcelona tiene una parte buena y es que “ha dado visibilidad internacional al conflicto de Cataluña”. Este ha sido el último argumento que me obliga a ir a votar el 10 de noviembre. Votaré también contra esas creencias que han sido el germen de tantas desgracias en Europa y el mundo.

Y ahora voy a ver cómo están mis amigos chilenos, que esos sí que luchan por sus derechos más elementales. Y voy a sumar mi voz mientras plantan cara en la calle a los milicos cantado a coro, con miles de guitarra apuntando al cielo, por el Derecho de vivir en paz.

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