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El domingo amanece plomizo, puramente otoñal. Es de esos días en el que sabes que no va a llover, pero también que el sol no va a asomar en toda la jornada. Aún no ha amanecido del todo y la humedad, transformada en una niebla densa, comienza a regar los adoquines y a impregnar las piedras del barrio viejo. Allá, en la lejanía de la calle Balderrama, se vislumbra la figura de un anciano que camina renqueante. Viene acompañado por varias personas que le ayudan y le sirven de apoyo. Salta a la vista que no puede moverse sin ayuda, pero dentro de sus innegables limitaciones su forma de andar es decidida: sabe que no le van a dejar caer y eso le proporciona una enorme seguridad. Mateo, que así se llama el susodicho, es la persona más venerable del barrio. Presenta en su desgastado rostro rasgos árabes y la mirada altiva propia de los grandes caballeros que en otra época habitaron la ciudad, caracteres genéticos que quedaron grabados a fuego en su ADN. A pesar del fresco y la humedad, hoy es un gran día para él. Pertrechado con viejos maletines de pintor, unos lienzos y un antiguo caballete, todo portado por las personas que le acompañan, se dirige a las Bodegas Fundador, pues hoy se celebra el certamen de pintura al aire libre de su barrio.

Agustín, que es más joven que yo, siempre se ha preocupado por mí, pero se centra demasiado en mi corazón y desconoce que a mí me duele igual y tiene las mismas posibilidades de mandarme al hoyo tanto un soplo en un ventrículo como un esguince en el dedo meñique del pie. Agustín Pérez, que camina a unos pocos pasos por detrás, oye este comentario con semblante serio, tampoco es la primera vez que escucha la misma cantinela. Pero bueno, es mi alcalde y, además, no estoy en condiciones de rechazar los servicios de un buen cardiólogo.

El comentario provoca las risas de los acompañantes. Aunque hay un amplio abanico de edad entre ellos, a Mateo le ilusiona la cantidad de jóvenes que van a su lado, es algo que no veía desde hacía muchos años. A punto de desembocar en la Puerta de Rota, el viejo se vuelve hacia uno de los miembros del grupo.

—Chico, porrita, hacía décadas que no andaba tanto. Si no llega a ser por ti, hoy todavía seguiría acostado.

—Anda ya, Mateo, usted sabe que hay muchos…

—¡Déjate de tonterías! —el anciano corta en seco su respuesta—, ya deberías saber que yo me entero de todo.

La comitiva cruza la calle San Blas. Allí Mateo se vuelve y, al ver la calle cortada por los abominables puntales, suelta un profundo suspiro, como un “¡hasta cuándo!” exhalado desde lo más profundo de su pecho. Al entrar en la bodega, se inscribe y le sellan el lienzo. Se encuentra con varios directivos de la empresa a los que agradece su implicación: “Cómo no voy a agradecérselo, si son uno de los vecinos más antiguos del barrio”, piensa, como haciendo justicia con sus divagaciones a un acto de cohesión tan grande de una empresa con el entorno en el que se ubica. También se cruza con un político, miembro del gobierno municipal.

—Hombre, Mateo, qué bien te veo —le relata con desdén. Precisamente el anciano venía quejándose en el camino del olvido y desprecio de los políticos hacia su persona desde hacía demasiados años, a pesar de las múltiples ocasiones en las que había reclamado un poco de atención—.

—Ya ves: hace cuatro años estaba postrado en silla de ruedas. Ahora con ayuda puedo caminar y he dejado la silla en un trastero. He pensado tirarla en la plaza Belén para que, cuando os de por ir y limpiarla, la encontréis y os aseguréis de que ya no la necesitaré más —tras una mirada repleta de desprecio por respuesta, el concejal se aleja apresuradamente—.

Después de pedir que le dejen en la puerta de la calle San Ildefonso, Mateo se sienta y, tras comentarle a sus compañeros que lo recojan antes de las seis para no entregar tarde el cuadro, se queda solo y comienza a bostezar el tema de su obra. De repente se pone a divagar y se le viene a la mente el recuerdo de Diego Fernández de Herrera, que tuvo su casa junto a la iglesia de San Mateo, justo cuado otro concejal cruza el patio de la bodega. “Otro como Dieguito haría falta ahora en el ayuntamiento, de seguro que no hubiese permitido el estado en el que se encuentra su casa y su barrio. Ahora, eso sí, en el momento en que hay comida y bebida por delante, vienen todos como corderitos”, piensa en voz alta. El concejal se detiene, pero es incapaz de mirarle a Mateo a los ojos. La cadena que pende de su cuello, fabricada eslabón a eslabón con las verdades del anciano, le impide siquiera alzar la cabeza y, como avergonzado por su propia presencia, comienza a caminar cada vez más rápido y a alejarse de allí. “Estos diez segundos me quitan más años de encima que andar dos horas por la avenida del colesterol”, reflexiona jocosamente mientras una sonrisa picarona se dibuja en su ajado rostro. Comienza a pintar, aunque sabe perfectamente que no va a ganar. Su objetivo es embriagarse con el olor del mejor vino del mundo y revivir momentos de sana algarabía, la que él recuerda que impregnaba el barrio en otros tiempos, en contraposición con la discotequera y botellonera que no le deja dormir últimamente.  Y lo cierto es que lo consigue y lo disfruta.

El tiempo se le pasa en un suspiro. Cuando llegan para recogerle el cuadro y ayudarle, Mateo mira a su alrededor y se sorprende: un pequeño grupo de personas, jóvenes también en su mayoría, lo observan y comienzan a acercarse a él para conocerlo y aprender su historia. “Parece que el séquito aumenta”, piensa henchido de satisfacción y orgullo. La luz del día comienza a decaer. Los premios se entregan, el día ha sido todo un éxito, mucho mejor de lo esperado. La misma niebla con la que comenzaba el día empieza a invadir las calles del centro histórico. Mateo, agarrado del brazo de Chico y seguido de todos los demás (alcalde incluido), se vuelve a difuminar por las callejuelas del Jerez medieval, a mimetizarse con cada piedra, torre, espadaña o adoquín. Parece que camina algo mejor que en la mañana. No oculta su emoción y una lágrima comienza a cristalizar en su ojo derecho y a resbalar por entre los surcos de las arrugas de su mejilla. No piensa limpiarla, pues es el símbolo de su alegría. Es consciente de que no ha ganado ningún premio, pero sabe que en este domingo histórico que comienza a menguar, él ha sido el rotundo y único vencedor.

P.D. Este domingo se celebra el XI Certamen de pintura al aire libre en Bodegas Fundador, gracias al patrocinio de la bodega y a la colaboración de varias entidades del barrio con la asociación de vecinos, la peña La buena Gente y la hermandad del Desconsuelo. Día de puertas abiertas en la bodega más antiguas de Jerez. Esperamos que con tu participación sea un día histórico. Al fin y al cabo, el cuadro de Mateo es la obra de todos por el renacimiento del centro histórico.

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