Un camionero, al fondo, pasando por la N-IV en El Cuervo. FOTO: MANU GARCÍA
Un camionero, al fondo, pasando por la N-IV en El Cuervo. FOTO: MANU GARCÍA

Juan Manuel trabaja más de diez horas diarias. No es sanitario. Es uno de los miles de transportistas y repartidores que se juegan su salud y la de su familia para que al resto no nos falte de nada. En su trabajo no hay mascarillas, ni guantes y por supuesto no saben lo que son EPI. Para ellos solo hay kilómetros, levantar peso y mucho cansancio acumulado. Cuando acaba la jornada, los sentimientos se enfrentan. Por un lado están las ganas enormes de abrazar a su esposa y a su hija. Por otro, el miedo a contraer el virus y transmitírselo a ellas. Así todos los días. Nadie aplaude su esfuerzo a las ocho de la tarde.

Antonio es policía. Su labor diaria es encomiable y por supuesto tiene mucho riesgo de contagio. Intentan mantener el orden en unas calles donde el ser imbécil y egoísta no tiene demasiado castigo. A todo su trabajo debe sumar el llamar la atención al tonto que sale a correr por la playa, o enfrentarse al energúmeno que se lanza desde el balcón de un primero para pegar a un policía que había amonestado a los gamberros de sus hijos. Antonio está acostumbrado a todo ello pero eso no quita que estos ejemplos sean muestra del milagro que supone mantener nuestra sociedad en pie. Y por cierto, tampoco nadie aplaude su labor desde el balcón.

Marcos también debe acudir a su puesto de trabajo. No tiene la opción de trabajar desde casa. Realiza análisis diarios que comprueban la salubridad y calidad del agua que llega a nuestras viviendas. Sigue currando para que todos podamos abrir el grifo y que creamos que el agua llega a nuestros domicilios por arte de magia. Al llegar a casa se encuentra con su mujer y sus hijas, pero su atención también está puesta en los cuidados a su padre de edad avanzada. Tampoco nadie aplaude su trabajo.

Sandra y Carmen trabajan en residencias de ancianos, una en Cádiz, otra en Sevilla. Ambas son psicólogas, aunque Carmen ejerce de directora del centro. Mantener a los residentes y a sus familiares con calma debe ser una misión casi imposible. Se enfrentan a una situación desconocida con el sector de población más vulnerable al virus. Pocos medios e incertidumbre son su día a día, pero no hay aplausos para ellas.

Ángeles trabaja en un hospital de Madrid. Ella sí es sanitaria. Todos los días se juega la vida en primera línea  y, a pesar de ello, tuvo que luchar para que le dieran mascarillas tanto a ella como a sus compañeras. Trabaja en una sanidad maltratada. Ellas sí reciben el aplauso, más que merecido, de toda la sociedad. Pero aunque agradecen estas muestras de cariño, estoy convencido que estarían más satisfechos si no tuvieran que enfrentarse día tras días a la falta de medios y a unos horarios interminables.

Cristina es mi mejor amiga. Es maestra de una escuela pública. Como sus compañeros, a pesar de estar en casa, sigue trabajando para sus alumnos. No está de vacaciones como un estúpido dijo. Ellas y sus maravillosas hijas no solo cuidan de su marido —con  minusvalía severa– sino también de su suegro enfermo de Alzheimer y su suegra enferma de cáncer. Todos bajo el mismo techo. Sinceramente, no se cómo lo hace pero ella se multiplica para sacar todo adelante. Mientras escribo estas líneas Cristina está en el hospital con su suegra desde las ocho de la mañana para que a ésta le hagan una biopsia. Son las cinco y  todavía siguen allí. Probablemente no le gustará que escriba sobre ella. Me consta que se enfadará conmigo, pero después me perdonará como hace con todos mis fallos. Dice que ella no hace nada especial, pero yo no lo tengo tan claro. 

Y puedo hablar de muchas personas más. Nacho y Paco (médicos), Antonio y Yolanda (telecomunicaciones), Ezequiel (conductor), Marina y Amaya (psicólogas), Menchu (trabajadora social), Patricia y María José (administrativas), Begoña y Francisco (periodistas), Alfonso (maestro)… por no olvidarme de otro Paco, que al igual que otros muchos parados, mientras estudia unas oposiciones se centra  en cuidar de sus familiares enfermos. Todos ellos son personas que quiero y admiro por trabajar al servicio de los demás. Son mis héroes. Nuestros héroes. Los de verdad. Héroes que nunca tendrán bastante reconocimiento y a los que jamás se les pagará en razón a su justo valor.

Ninguno de ellos dan patadas a un balón ni venden sus amoríos en programas cutres. Estos hombres y mujeres son la muestra de una sociedad vuelta del revés y que justo ahora se da cuenta de quiénes son los realmente importantes. Algunos de ellos  trabajan como autónomos en un país que maltrata a los autónomos. Otros son trabajadores públicos en un país en el que se ha esquilmado al sistema público. En definitiva, vivimos en un sistema social que maltrata a sus héroes. Los desprecia y les paga con trabajos mal remunerados, inestabilidad laboral y carestía de necesidades básicas, como ocurre con la vivienda. Algo falla.

Quizás deberíamos aprovechar estos tiempos para reflexionar. A mí, como Pituffo Gruñón, solo me queda pedir perdón. Está claro que me confundí al valorar en un artículo el daño de este virus. También es obvio que aplaudí a un Gobierno que mantenía una estrategia errónea. Así que debo pedir disculpas. Este Pituffo tiene la costumbre de reconocer sus errores. Pero he de admitir que me gustaría no ser el único en analizar su postura. Sería bueno que todos los que recortan y destrozan los recursos públicos, junto a aquellos que les apoyan, también rectificaran. Si elegimos ese camino, podemos conseguir que esta crisis sanitaria sirva para alcanzar una sociedad más justa y civilizada. Desgraciadamente no creo que esto ocurra, pero prometo que me encantaría fallar de nuevo en mi predicción. Entre todos podéis conseguir que un Pituffo Gruñón como yo se quede sin motivos para quejarse. Ojalá llegue ese día.

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