FOTO: daniel kieffer
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La desescalada de la pandemia está mostrando el yo alemán entre los alemanes. Un yo cultural basado, en buena parte, en el luteranismo que impregna su sociedad. El luteranismo coloca al individuo personalmente ante dios para responder de sus actos; lo coloca ante la biblia para leerla e interpretarla. Una libertad amplia e intensa que le permite decidir cuál debe y puede ser su conducta. En una sociedad de consumo que insistentemente ha insistido en convencer al individuo que es el rey porque compra, que lo ha convencido, en contra de Schopenhauer, de que desear es ser, este ser deseador desarrolla un yo inmenso que se abre paso, como si llevara orejeras, sin atender a otra cosa que su propio y definido objetivo y sin importarle demasiado la distancia sanitaria de seguridad. Ocurre en muchas sociedades, la diferencia está en la intensidad de esa mentalidad, si está más orientada al objetivo o está más orientada al proceso que persigue el objetivo. Seguramente esta es una diferencia entre el mundo luterano y el mundo católico.

Cuando aparece, además, el yo colectivo de nación se da la constelación perfecta para la aparición de un régimen totalitario o del intento de instaurarlo: lo que ahora mismo estamos viviendo en España con las ultraderechas ganando las calles y las derechas parlamentarias haciéndose las suecas o alentando la algarada.

Esta lección se aprendió en Alemania después de varios millones de muertos, razón por la que con la pandemia ha habido un entendimiento de todo su Parlamento excepto, y atención, por parte de dos díscolos: la ultraderecha de AfD y los llamados Liberales, FDP. Desde el principio de la pandemia la Autoridad de Defensa de la Constitución y la policía acometieron detenciones y pusieron bajo la lupa las actividades de los grupos extremistas de derechas.

Seguramente en este mismo marco general no se hizo posible un acuerdo de Francia con los llamados países del Sur sin Alemania. La historia europea es complicada sobre todo por cruenta, y por esa cruel mortandad que arrastrábamos había que poner todos los medios posibles para acabar con las guerras totales en Europa. El primer paso fue, seguramente, la CECA de 1951, y el segundo el Tratado del Elíseo de 1963, por el que Francia y Alemania establecían un contrato de mutua cooperación no solo para que se aprendieran sus respectivas lenguas en su escuelas, sino para fundar la primera brigada operativa conjunta compuesta por sus dos ejércitos en 1989.

No creo que vaya a ser posible nunca un acuerdo de importancia estructural que no incluya a Francia y Alemania. Las negociaciones entre Francia e Italia y España, también Portugal, que se separaban de los postulados de la Alemania conservadora de la CDU/CSU, el partido de la sra. Merkel, no gritaron, pero pusieron su maquinaria diplomática al servicio de atemperar las exigencias francesas para evitar un enfrentamiento estructural, después de haber comprendido que aprobar créditos, en lugar de un fondo no draconiano, era fundamental para no dinamitar Europa. Alemania y Francia, tras la I GM, tras la II GM, decidieron que por ellos no habría una nueva guerra total en Europa, tampoco una comercial, que tantas veces ha terminado en bélica.

Ni el liberalismo veleta, también el de Macron, se parece en nada al veletismo del presunto liberal alemán Lindner, que sacó a pasear su inmenso yo en un famoso restaurante berlinés en el que se presentó la policía y lo clausuró porque no se cumplían las más elementales medidas de seguridad sanitaria en pandemia con aquella cena de demasiada gente. Incluido el abrazo entregado, y sin mascarillas, al cónsul de Bielorrusia, su amigo. Luego salió a pedir perdón diciendo que él solo es un ser humano.

Ahora, el dilema de la reconstrucción económica de Europa tiene un nuevo enfrentamiento: los cuatro tacaños contra todos. Los cuatro tacaños, die geizigen Vier, son Austria, Suecia, Dinamarca y Países Bajos, a quienes apoyan los Liberales alemanes, a los que en varios medios alemanes se los acusa de provocación y de una insolidaridad inaceptable, al tiempo de ver en ellos que solo defienden sus intereses económicos más inmediatos y el deseo de ventajas sobre los que están destruidos: Francia, Italia, España, Portugal. Se trata, seguramente, de no permitir que los países destruidos puedan recuperarse demasiado para que los ricos de siempre continúen manteniendo sus privilegios, que ahora ven amenazados si todos los europeos, de pronto, parten de una posición de salida en algo comparable.

La siguiente discusión será cómo se van a repartir los fondos, en el caso de que lleguen a existir, si en razón de la destrucción de los países o en razón de la riqueza que los países tenían antes de la pandemia. España, toda su sociedad, deberá pensar dos veces si en la reconstrucción va a favorecer a las viejas familias y estructuras o va a apostar por el futuro. Este es uno de los elementos fundamentales de la rebelión de los cayetanos: mantener a ultranza el viejo orden económico.

La pandemia y su desescalada nos están mostrando un cinismo insoportable en las calles y en no pocos despachos. Un yo enfermizo, más que con mascarilla, con las orejeras del asno. Y una derecha alemana que acepta excepcionalmente, en contra de sus posturas de siempre, fondos y no créditos, seguramente, también, porque la bancarrota de los países del Sur será la bancarrota de toda Europa y su tumba. Eso sí, con una advertencia al Ministro Federal de Finanzas Olaf Scholz: que nadie se haga ilusiones de que esta situación financiera lleve a Europa a su refundación como un estado federal, a la manera como Alexander Hamilton, primer ministro de Finanzas estadounidense, que en 1790 centralizó competencias.

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