Noté en mi padre cierta tensión y deduje que no era la primera vez que aquel hombre entraba en el almacén sin ser bienvenido.

La primera vez que tuve conciencia del franquismo fue a mediados de los sesenta del siglo pasado. Llevaba todavía pantalones cortos y me encantaba jugar repechando por las estanterías de la tienda de ultramarinos que mi padre tenía en la calle Cerrofuerte. Una tarde apareció por allí un tipo con un sombrero tirolés bajo el que ocultaba una  generosa y brillante calva. Tenía una cara alunada y regordeta y algo sórdido y malvado en su mirada. Noté en mi padre cierta tensión y deduje que no era la primera vez que aquel hombre entraba en el almacén sin ser bienvenido. Casi sin mediar palabra, mi padre se dirigió al rincón de los jamones y cortó un papelón del bueno, que el extraño 'cliente' introdujo en el bolsillo interior de su mugrienta gabardina beige largándose sin decir adiós. Aquella rutina se repetía regularmente y el tipo nunca pagaba. Con el tiempo supe que se trataba de un funcionario de la  fiscalía, que extorsionaba a los pequeños almaceneros a cambio de no inspeccionarles los horarios de apertura y cierre, la balanza de pesaje  y si el aceite a granel era 100% de oliva. Daba igual ser un comerciante ejemplar o no (mi padre era la ONG del barrio), pues el jamón se lo llevaba en todos los casos por la cara.

Muchos de aquellos personajes, como uno de la “brigadilla” de la Guardia Civil, experto en dar palizas en el cuartel de San Agustín a  todo sospechoso de cuestionar el régimen o a simples rateros, murieron en la paz “prospera” de los últimos años de la dictadura. Como Jiménez, un municipal de bigotito fino que era especialista, junto a su pareja de patrulla, en llevarse los bocadillos y la media botella de fino para acompañarlos. Otros han sobrevivido y aún pasean su pasado y su odio con total impunidad por las calles, caso de Antonio González Pacheco, alias 'Billy el niño', experto en aplicar todo de tipo de torturas y vejaciones en la Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol, hoy sede de la Comunidad de Madrid.

La del almacén de mi padre es una de tantas escenas en sepia que se podrían recordad de la dictadura franquista, que aún no han condenado quienes nos gobiernan. Es normal considerando que se sienten legítimos herederos del régimen, de sus valores morales y de su entraña más corrupta. Por esos les fastidia estar todos los días participando de este paripé de democracia en la que no creen. Y más ahora, que tienen que aguantar a tantos “niñatos y niñatas” con chapa, vaquero y fular que se han “colado”, con más de cinco millones de votos, en el Congreso de los diputados cuestionando el sistema. 

Aquellos fachillas que gorroneaban el jamón no se han extinguido. Simplemente se ha reciclado sin renunciar a un casposo e irredento catetismo. Fíjense de qué guisa posó el ex director de la Guardia Civil para que su imagen, con medallas que no tiene, fajín, bastón y la banda con la bandera española, perdure en la galería de los ilustres. Arsenio Fernández de Mesa es ejemplo de cómo la esencia del franquismo sigue muy presente en el poder. Se pronunció con desprecio y displicencia cuando 16 inmigrantes fallecieron ahogados,  mientras les disparaban con balas de goma, en el momento que intentaban ganar la orilla de la  playa de El Tarajal de Ceuta. También fue el que no impidió la comida organizada para celebrar el 33 aniversario del intento de golpe de Tejero. Y todo ello bajo el manto protector del reprobado ministro Jorge Fernández Díaz, el que condecoró a la Santísima Virgen de los Dolores, de Archidona, con la medalla de plata de la Guardia Civil y también a la santísima Virgen del Amor con la medalla al mérito policial.

Hace unas pocas semanas apareció en una exposición, en Barcelona, la imagen de Franco decapitado sobre su caballo. Fue una ilusión  de justicia romántica que nos compensó simbólicamente  de su muerte en la cama, de la impunidad de sus cientos de miles de crímenes y de los abusos de sus funcionarios más recalcitrantes. La imagen de la cabeza de un cerdo coronando su estatua debió inflar el hígado y las venas del cuello de sus inconsolables viudos y viudas, que otro 20N más le llorarán en algún despacho ministerial o en la cantina del algún cuartel.

Por cierto, ya me acuerdo. Cepeda. El de la fiscalía que le choriceaba el jamón a mi padre era el funcionario Cepeda. 

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