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Han pasado dos años y no he vuelto a cruzar la calle del Barrio. La que corrí de niño y visité de adulto.

Han pasado dos años y no he vuelto a cruzar la calle del Barrio. La del portal en la esquina, el suelo de adoquines y la brisa huyendo del Campo del Sur. La que limita con la plaza del flamenco a un extremo y el océano al otro. La que corrí de niño y visité de adulto. Han pasado dos años y ya no suena el teléfono justo antes de la cena, con una precisión semanal y exacta, con el tono de voz inconfundible, con la pregunta por la pequeña y el mayor, con la preocupación en su medida.

Se echa en falta la visita inesperada a la hora del café, el billete pegado con celo en la bolsa de caramelos, la felicitación en el santoral —esa fecha que nadie más recuerda— y la presencia cualquier tarde de verano junto a su amiga, sentadas en un banco no muy lejos de la playa. Porque mi Tía Nena era la madre compartida de todas y todos. Porque de la Tía Nena presumíamos siempre por algunos de esos actos de bondad infinita. Los que gusta contar a los amigos, los que llaman la atención por lo poco común. Aquellos que consiguen hacerte creer un poco más en una sociedad cada vez más individualista y egoísta.

De los primeros recuerdos, me quedo con el corredor infinito, la casa llena de gente y tu paciencia. De los últimos, con el esfuerzo de los viernes para trepar cada escalón que llevaba hasta la Catedral Vieja, con su hermana agarrada del brazo, el pañuelo en la cabeza y un empeño silencioso. La luz a esa hora de la tarde se colaba por la vidriera y alumbraba a un Cristo de piel y melena negra. Fue la primera y única vez que he tenido una idea cercana de lo que significa la fe.

Mira que tuvo que doler... Y nunca se escuchó una queja. Si acaso un suspiro más fuerte de lo normal, como mucho un gesto o un movimiento de cabeza por respuesta. Las dentelladas de la Rusca, el nombre que usó Sampedro en la Sonrisa Etrusca, no minaron el carácter. Pero esa es otra historia y la tuya empieza antes.

Comienza en otro siglo, en otra época, en la otra punta de la ciudad. En un patio vecino de la Viña, en una ciudad de posguerra, en una casa de seis hermanas, en el dolor de la pérdida, en la solidaridad del barrio. El calor, el frío y el hambre. El primer sobrino, la primera hija. Transición y Democracia. Los encuentros en el campo o en la playa, las cuentas de cada mes, la cita con Sevilla y Córdoba. Y se prolonga. En cada conversación, en las meriendas, en los encuentros familiares, con los primos, tus hijos, nieta y hermanas. En cada sitio que guarda la presencia; como tu calle, entre el flamenco y el océano: la que volveré a cruzar.

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