“El tiempo que se nos escapa, el tiempo que no nos alcanza, el tiempo que malvendemos, que perdemos, que no sabemos ya de dónde rebañar…”
Es un pasaje de Las buenas noches de Isaac Rosa y, sin ánimo de destriparles el argumento, de buenas noches no hay mucho, pero me ha hecho pensar en el posible componente genético del sueño, en el orgullo del sueño y en la lucha por dormir/no dormir de la sociedad actual. Es difícil dormir hasta tarde en una familia madrugadora, te convierte en una anomalía (a quién habrá salido), en un inconveniente para las excursiones (no podemos recogerte porque te levantas tarde, habrá que salir después porque te levantas tarde), y, al mismo tiempo, en un antídoto, porque esa insistencia en que duermes mucho acaba por afectarte y escudriñas por las rendijas del sueño si ya se habrá despertado toda la familia, si quedará alguien en la cama, alguien que pueda servirte de coartada, que normalice tu costumbre de dormir más que quienes te rodean.
Tampoco es nada desdeñable el sueño breve de la siesta, que culmina con el olor a café. No hace falta tomarlo, basta con que antes de que los ojos se muevan, el aroma haya alcanzado nuestras fosas nasales y nos retrotraiga a muchas otras tardes, otras manos que amorosamente lo prepararon, conscientes de que ese ritual ejecutado por los mayores de la casa nos arrullaba y nos depositaba con cuidado en las horas de la tarde, marcando el ritmo familiar.
Para quienes han estudiado, trabajado y estudiado, cuidado hijos, o soportado el horario laboral de tarde, la siesta es un horizonte anhelo, del que apenas si probamos un sorbo, el vergonzoso disfrute que nos obliga a responder preguntas mientras sesteamos (dónde está mi cargador, a qué hora era el dentista), a mantener una relativa consciencia de lo que nos rodea, conectando la lluvia sobre el patio y la ropa tendida. La realidad queda agazapada tras las persianas del salón, mirándonos ansiosamente, arañando la calma aparente de nuestro cuerpo en la butaca.
Durante la siesta fingimos que no estamos o que estamos a medias, en un duermevela donde las obligaciones son capaces de esperarnos mientras remoloneamos y sonreímos triunfantes por ese pequeño gesto de rebeldía con el reloj, la sensación de que controlamos el mundo. No queremos darnos cuenta de que la vida discurre a su antojo y ni el tiempo se detiene, ni los minutos se alargan. Se van reuniendo detrás de la puerta para sorprendernos con la factura nada más despertar. Se me ha ido la tarde y aún tengo que escribir la columna.



