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Poco importa que el showman abra o cierre, active o reactive sociedades libres de impuestos allende los mares en lugar de en su amada piel de toro.

Demasiado a menudo los humanos tenemos extraños comportamientos. Los esquimales, por ejemplo, no dudan a ofrecer a una de sus esposas a algún conocido como muestra de gratitud por una buena acción. Para estos curiosos habitantes del Ártico, con más de una treintena de términos para referir el color blanco, hacer el amor equivale lingüísticamente a reírse, por lo que resulta hasta gracioso invitar al vecino a echar unas carcajadas con la legítima. Es una forma de hospitalidad un tanto peculiar que persigue que el invitado se encuentre lo más a gusto posible en casa de uno. Y aquí en Occidente si nos sacan unas aceitunitas ya nos sentimos con derecho a poner los pies encima de la mesa. Viajar para ver.

Bastante más cerca, estos días estamos asistiendo a un singular fenómeno sociológico del que parecemos no percatarnos. Según los reputados portales que relatan las audiencias —que se nutren a su vez de las compañías medidoras del share, cuyos intereses están muy próximos a los de los dueños de las cadenas—, cerca de tres millones de personas siguieron el pasado lunes la segunda entrega de la temporada de un producto de moda. Hasta aquí, sin sorpresas. El formato en cuestión es una suerte de programa de entrevistas que introduce como novedad que, en lugar de plató, es el ámbito hogareño del entrevistado o del entrevistador el que sirve para la charla simuladamente espontánea. De este modo, la emisión se convierte en una mezcla un tanto arrogante de espacio de decoración, show de casas pijoteras y programa de cocina regado con algo de conversación intrascendente. El otro componente a la última es el maestro de ceremonia. Lejos de escoger a un periodista al uso, la todopoderosa Telecinco —y antes la pública— ha optado por un personaje de amplia trayectoria ante los focos. El conductor en cuestión es un señor conocido por su canto azucarado, sus posibles, su nombre de personaje de Verano Azul y su apellido con empaque bodeguero, su gallarda estampa de señorito andaluz y su gracejo campechano; y no precisamente en este orden.

Resulta que a famosos y famosillos de todo corte les ha dado ahora por confesar sus miserias ante el cantante metido a entrevistador, y la gente está encantada. Un extraño placer reside por lo visto en ver al talludito galán y a otra celebridad patria —el invitado suele ser hombre— más perdidos que un noruego en Cuaresma entre sus propios fogones, henchidos de gozo por el dudoso honor de no saber pelar una patata. Menos mal que está ahí la señora del jinete trovador, la bella dama tras el galán carismático y bala perdida. Siempre detrás, que es lo importante. Afortunadamente, ella ha venido para poder recorrer las estancias de la mansión de turno junto a la esposa del entrevistado y dedicarse a hablar del papel pintado y de los niños. ¿Quién si no podría reprender con autoridad al macho, a la manera de un sainete moderno de los Quintero, acerca de la forma incorrecta de trocear el pollo? Así, con cada elemento en su lugar, la tranquilidad aflora en la audiencia. Ahora ya está claro quién sabe freír los huevos y quién se sienta en el sofá a disertar sobre lo humano y lo divino. Menos mal.

Poco importa que el showman abra o cierre, active o reactive sociedades libres de impuestos allende los mares en lugar de en su amada piel de toro. Menos aún parece significar que el confesor de moda debiera más de un millón y medio de euros al fisco, aun trabajando para la televisión pública nacional. Ninguna de esas pequeñeces altera su millonaria audiencia, como tampoco mermó durante décadas el abultado saldo de su cuenta corriente. Lo que sin duda es un acierto es el título del formato: “Mi casa es la tuya”. Cada vez estoy más convencida de que su casa es mía y para ello no me ha hecho falta reírme con su mujer. Me ha bastado con saber que he contribuido a pagar las aceitunas. Vivir para ver.

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